A Perfect Mess I read somewhere that if pedestrians didn’t break traffic laws to cross Times Square whenever and by whatever means possible, the whole city would stop, it would stop. Cars would back up to Rhode Island, an epic gridlock not even a cat could thread through. It’s not law but the sprawl of our separate wills that keeps us all flowing. Today I loved the unprecedented gall of the piano movers, shoving a roped-up baby grand up Ninth Avenue before a thunderstorm. They were a grim and hefty pair, cynical as any day laborers. They knew what was coming, the instrument white lacquered, the sky bulging black as a bad water balloon and in one pinprick instant it burst. A downpour like a fire hose. For a few heartbeats, the whole city stalled, paused, a heart thump, then it all went staccato. And it was my pleasure to witness a not insignificant miracle: in one instant every black umbrella in Hell’s Kitchen opened on cue, everyone still moving. It was a scene from an unwritten opera, the sails of some vast armada. And four old ladies interrupted their own slow progress to accompany the piano movers. each holding what might have once been lace parasols over the grunting men. I passed next the crowd of pastel ballerinas huddled under the corner awning, in line for an open call — stork-limbed, ankles zigzagged with ribbon, a few passing a lit cigarette around. The city feeds on beauty, starves for it, breeds it. Coming home after midnight, to my deserted block with its famously high subway-rat count, I heard a tenor exhale pure longing down the brick canyons, the steaming moon opened its mouth to drink from on high ... Un lío perfecto Leí en alguna parte que si los peatones no quebrantaran las leyes de tránsito para cruzar Times Square cuando sea y por cualquier medio posible, la ciudad toda pararía, se pararía. Los autos se amontonarían hasta Rhode Island, una épica malla tupida que ni siquiera un gato podría enhebrar. No es la ley sino el esparcirse de nuestras distintas voluntades lo que nos hace fluir. Hoy amé tanto el descaro sin precedentes de unos cargadores de pianos, aupando a un grandioso bebé bien amarrado en la Novena Avenida antes de una tormenta. Eran un par hosco y vigoroso, cínicos como cualquier jornalero. Sabían lo que se avecinaba, el instrumento laqueado en blanco, el cielo negro henchido como un mal globo de agua y en un instante de aguja explotó. Una ducha como manguera de bombero, durante algunos latidos, todo la ciudad se paró, pausó, el golpe de un corazón, y luego todo continuó en staccato. Y fue un gozo ser testigo no de un milagro cualquiera: en un solo instante todas las negras sombrillas en Hell’s Kitchen se abrieron como a una voz, todo el mundo aún en movimiento. Fue una escena sacada de una ópera no escrita, la zarpa de una vasta armada. Y cuatro damas interrumpieron su propio lento caminar para acompañar a los cargadores del piano, cada una sosteniendo lo que alguna vez habían sido parasoles de encaje por sobre el refunfuño de los hombres. Pasé por el corrito de ballerinas en pastel acurrucadas bajo la marquesina de la vuelta en fila para una convocatoria abierta… extremidades de cigüeña, talones zigzagueados de lacitos, algunas pasándose un cigarrillo encendido entre sí. La ciudad vive de la belleza, muere de hambre por ella, la cría. Viniendo a casa después de medianoche, a mi barrio desierto con su famosa excesiva estadística de ratas en el subterráneo, oí a un tenor exhalar puro anhelo a través de los cañones de ladrillo, la luna humeante abrió su boca para beber desde allí arriba…
Roberto Zeballos Rebaza