Léxico familiar (Natalia Ginzburg)

La intimidad familiar no solo tiene su raigambre en aquellas frases a las que indisolublemente se unen la infancia y la juventud sino que, además, se re-crea a través de ellas. De allí que Ginzburg diga: “Somos cinco hermanos. Vivimos en distintas ciudades y algunos en el extranjero, pero no solemos escribirnos. Cuando nos vemos, podemos estar indiferentes o distraídos los unos de los otros, pero basta que uno de nosotros diga una palabra, una frase, una de aquellas antiguas frases que hemos oído y repetido infinidad de veces en nuestra infancia […] para volver a recuperar de pronto nuestra antigua relación y nuestra infancia y juventud”.

Se trata de una serie de expresiones que quedan atascadas en el tiempo y que señalan la manera particular de “ser” de una familia. Esas palabras que, como “jeroglíficos de los egipcios o de los asirios-babilónicos”, sobreviven a la corrosión del tiempo. Palabras escogidas por el contexto en el que surgieron y la interpretación que se les dio, y luego repetidas a cada momento por la madre o el padre, quienes le dieron un sentido que solo puede ser reconocido por aquellos que participaron del acontecimiento en el que emergieron. Natalia Ginzburg nos hace partícipes de este vocabulario familiar, íntimo, el que parece querer anotar en piedra para que no se desvanezca, para que aquel espacio aterciopelado se re-cree rebasando el devenir del tiempo. Y esta es la hebra que une a la historia de la familia de Ginzburg, el “léxico familiar”, o el repaso casi obsesivo por la memoria de la escritora desde que tuvo cinco años —como una observadora que retiene las palabras, las repite, las procura atrapar, para que ellas no escapen, para que no desaparezca el recuerdo que se vio amenazado por el fascismo y la Segunda Guerra Mundial— quien parece decirnos que todo termina, no con la muerte, sino con el olvido.

Léxico familiar es un palimpsesto de historias que se entretejen alrededor de la familia Levi, donde la escritora asume el rol de espectadora desde una arista casi invisible. Natalia Ginzburg narra la interacción tan particular que tiene lugar, dentro de su familia, entre su padre Giuseppe, su madre Lidia y sus hermanos… La rutina, los rituales, las discusiones y contradicciones. La familia Levi tiene mucho de cualquier familia, excepto que como trasfondo se encuentra la Italia de Mussolini, que hace desaparecer a sus detractores, y la persecución inminente de los judíos, que se torna una amenaza cada vez más cercana. Pero la narración continúa y la Guerra es narrada, desde el espacio doméstico, hasta el fin, donde el propio “léxico familiar” se erige como una trama de resistencia contra el fascismo —además de ser testimonio de los muertos y desaparecidos que en algún momento se articularon con la familia Levi.

En Léxico familiar, Ginzburg hace un ejercicio de memoria allí donde ya no eran posible las palabras. Ante la ausencia de la palabra y el mutismo de la guerra, el “léxico de la familia” es un elemento de vitalidad, es lo que cohesiona, lo que hace vivir a los espectros, es el germen de vida que permanece para hacer frente al páramo que dejó el fascismo a su paso.

Gabriela Solorio Naiza

Léxico familiar (Natalia Ginzburg)

Editorial Lumen

Traducción del Italiano: Mercedes Corral

Número de páginas: 266

Desertion (Gurnah)

Mucho tiempo atrás, sin saber siquiera quién era Abdulrazak Gurnah, me compré este libro por un precio verdaderamente irrisorio, mientras cruzaba un puente, camino de alguna parte… Quizá me llamó la atención la foto de la tapa, con esa clase de puerta que se parece a la que tantas veces he visto en mi ciudad; quizá porque lo había editado Bloomsbury y pensé que cabía esperar algo bueno, lo que resultó siendo verdad.

Este es un libro reticente, comedido, pero que va adquiriendo de a pocos una tristeza desasosegante, hasta hacerse a veces insoportable. Quizá ello es efecto de la manera en que el autor ha propuesto un relato al que, más adelante, una segunda narración, en otro plano, desmonta completamente, dejando a la vista sin embargo los hilos que vinculan a ambas, unos hilos retorcidos, dolorosos. Pero también es el efecto de un lenguaje que se mide siempre para no caer en el patetismo, que trata de mostrarse eficaz, ecuánime, un rasgo que se mantiene aun cuando la narración pasa de la tercera a la primera persona, o de un personaje a otro, de un contexto a otro. Estas distintas estrategias, estos contrastes, terminan siendo al final desoladores. De esta forma casi un siglo de historia se condensa en pocas páginas, una historia en la que, como no podría ser de otra manera, el colonialismo y la migración tienen un rol particular, ya que portugueses, chinos, árabes, indios y finalmente británicos, cada cual a su manera, han pasado, se han quedado, han dejado una huella imborrable en este lugar de la costa oriental africana del que provienen los personajes de la novela.   

Mucho he aprendido de esta lectura, también porque me ha obligado a mirar el Atlas, a averiguar en otras partes para tener una mejor idea de la situación política e histórica en que tienen lugar los acontecimientos. ¿Si algún día se lo traduce al español quizá se pongan algunas notas a pie de página para orientar mejor al lector? Pero yo sobre todo me he quedado pensado cuánto hubiese esperado para leerlo si es que el Nobel no se lo daban este año a Gurnah.

Roberto Zeballos Rebaza

La campana (Iris Murdoch)

Leer a Iris Murdoch (1919-1999) es también dejar de lado la resistencia que erigimos ante cualquier otro, aquello que nos vemos llamados a montar como muestra o expresión de lo que llamamos ego. Es  dejar de lado el impulso que nos lleva constantemente a transformar lo que está cerca de nosotros para disponernos a un estado pasivo-activo, tenderse voluntariamente en la yerba húmeda para sentir las gotitas frías que se abren paso hasta nuestro cuerpo, y lo hacen vivo. Alguien me replicará diciendo que toda lectura implica cierta inercia, pero con Murdoch no se trata de dejarte llevar, sino que ella te arrastra como cuando un impetuoso río desbordado toma sin reparos hierbajos, rocas, vergeles y hasta tejados. Es que con Murdoch resulta imposible proyectarse en los hechos, no sabes qué es lo que va a suceder y, por lo tanto, no sabes dónde vas a terminar… Te conduce por los rincones más insólitos del ser humano –y que, mira tú, terminas reconociéndolos– pasando por acontecimientos, a veces insólitos, a veces dramáticos, pero que, como en la vida, poseen cierta iridiscencia que permite que no caigamos en la auto-conmiseración; y, de pronto, te sorprendes a ti misma quebrando el cristal del silencio con una carcajada. Y tomas el libro entre tus manos, lo cierras con delicadeza –como lo harías con un pájaro– porque no quieres que se te escape aquello que no puedes decir con palabras.

Murdoch, más que novelista, es una gran intelectual, una de las más grandes, y su obra literaria, desde mi punto de vista, es comparable a la de Shakespeare y Dostoyevski. Estar frente a ella es estar de pie frente a un titán, alguien inconmensurable, que ha sido capaz de dar a los personajes un ser que constantemente pone a prueba. Como en las obras de aquellos grandes genios literarios, sus personajes poseen verdadera libertad, son seres con personalidades propias –sumamente complejas–, que actúan autónomamente de acuerdo con ellas. Es decir, son como encarnaciones y no meras representaciones, y Murdoch es la diosa que observa, sin involucrarse, con su cuaderno en la mano… Unas veces, parece oírsele reír… Otras, tomar nota –con gesto circunspecto– sobre aquellos actos que revelan la tensión entre la proyección ideal que hacemos de nosotros mismos, guiados por imperativos o prohibiciones, y aquello que ni notamos, pero que nos pertenece como algo muy profundo y arraigado, que nos conduce a andar dando traspiés, uno tras otro, a cometer “sin intención” acciones que pueden ser catalogadas como moralmente “malas” y con severas consecuencias.

Lo que Murdoch entendió –y que manifiesta en La Campana (1958)– es que la base moral sobre la que se sostiene la sociedad contemporánea occidental es profundamente religiosa, a pesar de que ésta (la religión) ya no tiene lugar. Murdoch explora tanto la dislocación entre el imperativo religioso del amor al prójimo –que roza la perfección– y el amor posible humano, así como las dificultades de la gente para situarse empáticamente respecto a los demás y actuar con responsabilidad. La Campana no es una crítica pesimista a la búsqueda de la virtud; más bien, en esta novela Murdoch indaga acerca de las posibilidades que tenemos para lograr una simple convivencia armoniosa en medio de un mundo donde las directrices morales han desaparecido.  

Siguiendo estos presupuestos, Murdoch reúne a sus personajes –por demás variopintos– en la comunidad laica de Imber-Court, a la sombra de un monasterio benedictino de monjas de clausura. Esta comunidad tiene su sede en una casa heredada por el ex-maestro Michael Meade, en la que ha establecido este enclave secular-religioso, dejando atrás voluntariamente todas las comodidades de la modernidad para adentrarse en una vida austera y autosuficiente. El lago profundo de aguas negruzcas domina el paisaje y juega un papel mágico de espejo, de donde emerge la dualidad: presencias similares, los actos errados repetitivos, la sensación de déja vu… la aparición de una campana de la abadía medieval perdida en sus profundidades hace cientos de años, supuestamente como consecuencia de una maldición por el amor prohibido entre una moja y un joven que solía visitarla….

En este espacio intermedio, situado entre la abadía (que está fuera del mundo) y la ciudad de Londres (el mundo), es donde Murdoch ha elegido escenificar, con ingenio y humor, temas como el de la espiritualidad, el amor y el sexo. Michael, un personaje muy interesante, homosexual y con expectante aspiración al sacerdocio, se ve a sí mismo, y con pesar, involucrado nuevamente en una relación con un muchacho joven. Parecemos ser partícipes de un juego tramposo, en el que son enormes las posibilidades de que se yerre dos veces, así se procure llevar una vida hasta cierto punto iluminada, así uno pretenda seguir al pie de la letra los preceptos religiosos. Y la culpa no soluciona nada, la culpa se lleva dentro y es más una carga espiritual que no nos sirve para solucionar los vínculos ya rasgados. Murdoch parece sostener cierta visión pesimista respecto de la trascendencia del ser humano, parece sugerir la idea de que somos “juguetes” no solo del destino sino de nosotros mismos. No obstante, Murdoch plantea que, si bien nunca seremos perfectos, la redención es posible en el hacer intento de la perfección. Recordemos que la abadesa aconseja a Michael en su época de crisis: “[…] que, en última instancia, todas nuestras fallas son fallas de amor. No debe condenarse y rechazarse el amor imperfecto, sino tratar de perfeccionarlo. El camino siempre va hacia adelante, nunca hacia atrás”. Es decir, “solo podemos aprender a amar amando” (pág. 286).  

Pero, si ya no hay certezas ¿bajo qué guía podemos llevar la expresión de que “la práctica hace a la perfección”? ¿Dónde podemos encontrar el ancla o el punto focal que nos permita trazar ese camino? Es allí donde tiene que aparecer Dora, la esposa errante que vuelve junto a su marido, un académico dominado por sus celos, a continuar su vida “embrutecedora”. Dora, en una de sus huidas a Londres, acude a la National Gallery, donde, vive tal experiencia fascinante, que vale la pena mencionar. Dora llega a la National Gallery no porque haya tenido intención especial de ir, sino porque buscaba el lugar adecuado para poder pensar tranquila, un santuario acogedor. Con una especie de gratitud, Dora observa el retrato de las dos hijas de Gainsborough, se maravilla y su corazón “se llenó de amor […]. Pensó que allí por fin había algo real y perfecto” (pág. 232). Murdoch escribió alguna vez que “el amor es la comprensión extremadamente difícil de que algo más que uno mismo es real”. El amor, y a través de éste, el arte y la moral, son la comprensión de que algo más es real en el mundo. Aquella posibilidad abierta de encontrar la guía de la perfección moral en el arte más allá de la religión o la ley, y no como un imperativo, es lo que mantiene aún la esperanza en su obra.  Dora encuentra en el arte el punto focal que le permite generar cierta empatía imaginativa hacia otros que no comparten con ella una forma específica de fe, sino que avanzan junto con ella, como pueden, oscilando y fallando, frustrándose antes sus fracasos, aprendiendo a amar, amando.

Gabriela Solorio Naiza

La campana (Iris Murdoch), Alianza Editorial, 1983

Traducción: Flora Casas

Número de páginas: 383

Las palabras de la noche (Natalia Ginzburg)

¿Cómo habrá sido de feroz la guerra que las historias –antes de que la guerra devaste todo lo que toca– de vidas resignadas, cuyas almas se iban apagando de a poquitos porque no quedaba más, son percibidas, luego, con melancolía, como si en ellas habría fulgurado aquella felicidad que se sospecha, ahora, imposible? Historias de matrimonios sin amor; mujeres que ven por la ventana hacia aquel jardín lleno de coles, anhelando con todas sus fuerzas escapar de la vida de casadas para volver a la casa materna y escuchar la risa de las hermanas solteras; mujeres que viven en silencio tras los muros de sus residencias; mujeres que disponen su esperanza lánguida al mandato matrimonial…  Esas historias pertenecen al tiempo perdido y, por tal motivo, se las evoca con nostalgia. No es que haya una contradicción y se pretenda volver a un pasado en el que pesaba tanto la tradición familiar que una debía sujetarse a ella, así una se condene a vivir en el hastío. Lo que pasa es que cuando se mira hacia el pasado perdido, aquella materia densa, llena de risas infantiles, con sus ambigüedades y matices, uno lo hace sin una perspectiva crítica, porque lo observa con complacencia, con afecto, porque forma parte de uno, porque así como fue, con sus defectos y sus risas —con nuestra madre gritando que le sirvas la leche a tu hermano (de doce años) porque está pequeñito y porque eres la hermana mayor— es perfecto, y en el momento en el que somos conscientes de su pérdida, deseamos aunque sea recuperar un pedacito de su aroma.

Creo no poder entender la dimensión de una guerra —me imagino que es algo tan vasto… Un viento colosal y yermo que arrasa, retuerce y arranca de raíz lo que encuentra a su paso. En Las palabras de la noche se manifiesta como una fuerza devastadora que alcanza a las familias de un pequeño pueblo, mutilándolas, destruyendo sus historias… Alcanzando incluso lo más íntimo y hondo de cada quien, dejando una marca profunda que parece sentenciar que la felicidad se ha perdido. La guerra abre una profunda zanja en el tiempo; y desde el otro abismo, desde lo irrecuperable, se construye el relato. Ya es imposible volver a abrazar aquella vida simple de pueblo, hemos sido expulsados de la inocencia y los tiempos nos empuja a movernos. 

¿Por qué se ha echado a perder todo, todo?

El relato me incita a cuestionarme si es posible —después de todo lo acontecido en la Segunda Guerra Mundial— volver a reconstruir la historia, y cómo hacerlo. Parece que una historia de amor entre dos jóvenes se comienza a esbozar, pero el peso de lo vivido es tal, que atrapa en el fango toda posibilidad. El error está en la obstinación de vivir de la misma manera, de procurar una reconstrucción idéntica del tiempo pasado. ¿Dónde está la permanencia, entonces? Si el mundo se ha movido, si los pueblos se han destruido, si la propia gente ya no es capaz de enfrentarse a la vida, si la huella de la muerte está a espaldas de tu casa donde han asesinado a Nebbia, tu amigo de la infancia; si el fascista ha dejado de ser fascista y no puede salir de su escondite porque tiene miedo… Quizá sea el espacio familiar el único resquicio donde es posible volver a comenzar… En los diálogos triviales aún permanece lo simple y bello de la vida cotidiana, en la voz de la madre  —aunque por momentos se trate de un monólogo que procura ordenar y controlar todos los acontecimientos, imponiendo su punto de vista— parecen sostenerse los vínculos de afecto que nos podrían salvar de caer en la desesperación.

La felicidad se presenta como un destello sospechoso… Algunos personajes parten del pueblo con la idea de comenzar una nueva vida, con la esperanza de volver a ser felices. No obstante, Ginbzburg parece sugerir que la felicidad, como la proyección de algún ideal, es una trampa. La felicidad no está en la posibilidad, no es potencia, no se aloja en el futuro, no podemos controlarla y alcanzarla, aunque esto sirva de consuelo para muchos… Pues la felicidad parece anidar en el pan con mantequilla, en el vuelo de la mosca… La felicidad es una burla, estaba presente en nuestras vidas, y nosotros ni la habíamos notado.

—La felicidad —le dijo él— siempre parece mentira, es como el agua, y se comprende sólo cuando se ha perdido.

Gabriela Solorio Naiza

Pan (Knut Hamsun)

Pan de Hamsun procura asir con la palabra la fuerza de la naturaleza que se desborda, que se retuerce, que se enrolla con cada movimiento imperceptible del gusano arrastrándose bajo la tierra, el rizo que surge entre el follaje pútrido que los árboles desparraman durante la primavera. Procura asir aquello profundo que se muestra cuando el mar en tormenta se abre ante los ojos, lo inconmensurable donde todo hierve y se agita, aquello que Kant denominaba “lo sublime”… Viene a mí la imagen del Caminante sobre un mar de nubes, un hombre de espaldas observando extasiado, desde la cima de una montaña, fundirse la línea del horizonte con la inmensidad del cielo inflamado. Lo que no se puede abarcar con la mirada, eso es lo grandioso e inaprehensible.

El teniente Glahn, protagonista de Pan, se desplaza entre la naturaleza preso de esta pureza extraña y precipitada que lo hace partícipe de una vida “edénica”. Vive en completa armonía con la naturaleza en una cabaña al interior del bosque de Nordland, no como “uno más” que forma “parte de”, sino como el gran espectador —maravillado— que fue el primer hombre de la creación; y, como si fuera Adán, se pasea por el bosque nombrando uno a uno los pájaros que observa, cada flor, cada hierba. Se acompaña de las piedras… Se acompaña de Esopo, su perro. Solo él es dueño de la palabra, es conocedor del lenguaje de las hojas al caer, y del lenguaje del rayo que retumba en la montaña. Vive en absoluta soledad y silencio, acompasado por el murmullo denso de los árboles, del mar y de la oscuridad, por los gorjeos de los pájaros y los ladridos de Esopo.

El teniente Glahn escribe sus recuerdos sobre la temporada que pasó en el bosque de Nordland.

En este bosque mágico donde nunca se pone el sol, Glahn parece fundirse con la naturaleza embriagado de felicidad… Él es un fauno seducido por la hermosa Íselin, aliento del bosque, símbolo de la voluptuosidad femenina.

Glahn cree que “es dentro de nosotros donde se encuentran las fuentes de la alegría y la tristeza”. La grieta se evidencia cuando una mujer se cruza en su camino, Edvarda. Glahn le regala dos plumas verdes. Y Edvarda no es pura belleza, tiene algunos gestos… Un incipiente rictus que devela la fealdad de lo que perece.  Glahn no puede participar del mundo humano. Entre los “otros” es rebasado por una fuerza intangible; Glahn no puede contenerse, no puede socializar, la gente se sorprende, se incomoda. Algo sobrepasa el límite, se eriza, se encabrita. La historia de amor espasmódica con Edvarda se desvanece. El camino erróneo es amar en una persona lo universal, convertirla en una especie de “recipiente”. En el amor no existe la posibilidad, solo una realidad con la que debemos acomodarnos sin temor y esperanza. Lo peor llega, el desaire, la humillación… Y lo sublime da paso a lo monstruoso.

Caminar por el bosque es también perderse uno mismo, no hay una guía que te permita responder por los límites que se desdibujan entre el bien y el mal. Estar perdido en uno es también permanecer ajeno a los asuntos humanos, quedarte sólo a merced de tus impulsos. El filósofo no es necesariamente quien realiza actos nobles, por estar imbuido en el mundo de la contemplación, lejos del mundo de los hombres. El teniente Glahn vive sin reservas, tiene hambre, entonces caza; tiene sed, entonces bebe; no hace más de lo que el cuerpo le manifiesta; solo satisface impulsos necesarios… Tenderse bajo el sol para ser acariciado por las hojas, tomar entre sus brazos a una mujer llamada Eva… Y por eso mismo, la humillación desata la ira que se proyecta sin ningún límite. Glahn toma de la tierra lo que le corresponde, y en la misma medida que toma la vida, también maneja la muerte, sin reparos, sin reservas.

Gabriela Solorio Naiza

Mosko-Strom (Rosa Arciniega)

Mosko-Strom (1933) es una de las primeras obras de la prolífica escritora peruana Rosa Arciniega (1909-1999), recientemente re-editada en Perú por Pesopluma. Es una novela que plantea una distopía, situada en una época —fácilmente comparable con nuestro tiempo— en que los hombre se han rendido al poder de la máquina, en que grandes fábricas albergan a miles de obreros que, deshumanizados, cumplen su labor milimétricamente, padeciendo los embates de una vida que se ha vuelto servil a la producción en masa. Tenemos aquí, en toda su expresión, a la masa alienada, el hormiguero perfectamente obediente, instrumento para la realización del supuesto y poderoso paradigma del progreso. Max Walker, el personaje principal, observa, en un primer momento, emocionado, “voluptuosamente satisfecho”, cómo las máquinas ejecutan movimientos perfectamente calculados, en confluencia con la hilera de hombres inmóviles, clavados, con los ojos fijos y el pensamiento en el vaivén de las máquinas, dando forma a aquellos “esqueletos con líneas airosas de las carrocerías”, inyectándoles de vida, “gestando” automóviles de diferentes tipos y tamaños, de perfecto acabado, y dispuestos para la exportación.

La novela es una ostentación literaria debido a la elaborada prosa de la que hace gala Arciniega, una verdadera arquitecta de figuras e imágenes metafóricas; este sello tan especial de la novela lo podemos apreciar en la siguiente descripción de la “Gran Avenida”, la que aparece como si fuera una auténtica cortesana de “Cosmópolis”:

Era el suyo quizá un lujo demasiado ostentoso, demasiado chillón y llamativo, como el de toda buena prendera llegada a rica antes de tener tiempo de pulirse en la escuela de la elegancia; pero no por eso menos valorizado en la autenticidad de sus joyas. Brillantes, rubíes, esmeraldas… Luz… Luz…. Todas las fosforescencias del iris trepando por su pecho, enroscándosele al cuello, desparramándose en cascadas por su pelo, frente y orejas. (p. 164)

“Cosmópolis” —el nombre de la ciudad— es un mundo de hombres, ellos manejan las ideas y las discusiones, ellos llevan en sus manos el timón que dirige el mundo… Lo femenino está reducido al ambiente, al telón de fondo, a la “Gran Avenida”, a la fórmula matemática que espera extendida sobre la mesa de Max Walker, indomable, rebelde, “como una amante que solo a fuerza de repetidas caricias y ruegos va descubriendo poco a poco sus virgíneas reconditeces”. La mujer es representada en la oquedad, superficie dura y misteriosa, empleada de hogar o secretaria, la eterna insatisfecha sin rumbo, de vida errática e inmoral. Así, el mundo de las ideas en Mosko-Strom y los dilema sobre la naturaleza humana le pertenece a los hombres, ellos arrastraron a “Cosmópolis” hasta los violentos remolinos que, como el “Mosko-Strom” del mar de Noruega, poseen una fuerza extraordinaria que a manera de un vórtice furioso y aspirante, amenaza con tragarse, ya no barcos, sino a la humanidad entera.

Para ser sincera, mi lectura de Mosko-Strom estuvo cubierta de dudas, no por la riqueza literaria de la obra que, como ya he mencionado, resalta a viva luz, sino por la huida constante que me provocaba como lectora, por lo difícil que se me hizo seguir a los personajes —a los que francamente encontraba detestables y rígidos. Por un momento pensé que era el spleen pandémico que, nuevamente, no me dejaba avanzar más que a trompicones, y que en este momento no era merecedora de esa prosa tan altiva. No obstante, luego de reflexionar largamente, creo encontrar un problema —no una falla— que desafía a mi gusto literario. Y es que aquí hay una novela de ideas. La autora plantea una tesis a partir de la discusión de, básicamente, tres ideas encarnadas en cada personaje: el mecanicismo de Max Walker, el escepticismo de Jackie Okfurt y el idealismo humanista del profesor Stanley. Son tres personajes que se estructuran de acuerdo a la idea que representan, que encarnan, que explican una y otra vez para justificar la vida que han asumido de acuerdo con ella. La extensa explicación de los hechos me parece, hasta cierto punto, reiterativa y agotadora. A mi modo de ver, el valor de la obra radica, más allá del virtuosismo literario de la autora, en su agudeza para dar cuenta de que el ser humano es demasiado débil para ser libre. O como sugería Iván Karamázov, en su poema El Gran Inquisidor: el hombre, débil y vil como ha sido creado, no pueden soportar la carga de la libertad. El hombre está siempre dispuesto a sujetarse al milagro, al misterio o a la autoridad, tres fuerzas que pueden vencer y cautivar su conciencia. Y esta disposición a la sujeción ha hecho posible que el ser humano pase de someterse tan fácilmente de la Iglesia a la Idea, sea cual fuere ésta. En Cosmópolis, la masa creciente está enteramente desarraigada, ya no tiene lugar la religión, pero está sujeta a la idea del progreso, del crecimiento desmesurado, del dinero y el placer. Los obreros acuden puntualmente a la fábrica como seres serviles, sin otro pensamiento que el de no perder el ritmo que le impone el movimiento preciso de la máquina. Ninguno se salva, ni siquiera Jackie Okfurt que constantemente denuncia y se opone la situación de caos en que la humanidad ha caído, pues termina aceptando: “Nos hace falta un Dios. Nos hace falta poner una meta más allá de una tumba”.

Gabriela Solorio Naiza

La leyenda de una casa solariega (Selma Lagerlöf)

Obras imprescindibles de Selma Lagerlof > Poemas del Alma

Anhelando que llegue el momento de las travesías, de decirle adiós al que yo consideraba el asfixiante abrazo familiar… Anhelando cada comienzo (con la inocencia que aparta el miedo) no pude reparar en “ligerezas” que ahora manifiestan su peso hondo, eso apelmazado que queda atrás, lo ya perdido, y que ahora me lleva a escudriñar en cada objeto y buscar aquella caricia plena de recuerdos (la que convierte a una vieja taza amarillenta y ajada, en la única muestra palpable de la existencia que la tuvo en sus manos cada mañana)… Como si los objetos pudiesen mantener dentro suyo algo de la esencia de la persona que los usó cada día, que los llevó consigo hasta impregnarlos de esa huella impalpable que nos llena de nostalgia. El objeto es la presencia que lleva el impulso que nos lanza hacia el recuerdo, pero es también la única manifestación, la única afirmación de lo que ya no existe. La leyenda de una casa solariega se desliza en ese camino. Hay una casa que se arraiga tan fuerte en el pecho de Gunnar Hede, que le resulta insoportable la sola posibilidad de perderla. Una casa impresionante, en medio de un campo yerto, con aires fantasmales, impresa de sueños y terrores: “Una vieja heredad, en la que nada parecía florecer, era, no obstante, un terreno fértil para los sueños”. 

En una línea paralela -la de la realidad- Selma Lagerlöf, cuando ve subastada la casa de su infancia (Mårbacka) a la muerte de su padre, se promete a sí misma volver algún día a Värmaland y recomprarla. Sabemos que lo logró en 1907, dedicándose a la docencia y a la escritura, una empresa casi imposible -la de hacer dinero y ahorrar- para una mujer soltera de fines del siglo XIX, cuando aún ni siquiera teníamos derecho al voto. Pero cuando escribió La leyenda de una casa solariega (1899), Selma aún estaba acompañada por la desdicha que había supuesto el haber perdido aquel lugar extraordinario, donde su familia se sentaba junto a la estufa para leer en voz alta a Runeberg y a Tegnér, donde aprendió a leer junto a sus hermanas, donde escucho maravillosas historias y leyendas de la voz de su abuela paterna, Lisa Maja Lagerlöf. 

Gunnar Hede, el estudiante protagonista de La leyenda de una casa solariega, y alter ego de Selma Lagerlöf, deja lo que más le apasiona -tocar el violín- para dedicarse a recorrer pueblo tras pueblo, como comerciante, y juntar el dinero necesario para salvar la casa familiar. No obstante el empeño que puso a su empresa, como suele suceder en la vida -cuando lo planificado parece verse encaminado- el sinsentido se impone, y a veces lo hace, de la forma más terrible que podamos imaginar. Eso terrible se resume en una escena: la de cientos de cabras agonizando bajo una suave capa de nieve que las va cubriendo. Eso, que es incomprensible, tan grande y amorfo que se sedimenta en la vida como barro, es el ser testigo del padecer de un ser inocente. No hay sacrificio aquí, es la muerte y el dolor sin sentido lo que se impone. El sin sentido se apodera del estudiante, se apodera la bruma, la locura… En la otra orilla, una jovencita huérfana, se propone salvarlo. Los recuerdos forman constelaciones que se crean con cada vivencia, con cada vínculo con los seres humanos… Las personas de tu vida se disponen como luminarias que evitan que te difumines, que te pierdas de ti mismo, que la bruma oscura caiga sobre ti. La leyenda de una casa solariega parece figurarse como un cuento de hadas por su estructura clásica y por la voz narrativa, tan familiar. Sin embargo, va más allá e indaga en las profundidades del ser humano, en aquello siniestro que nos amenaza constantemente, en los vínculos familiares, en el azar, en el arte, y todo ello, en medio de imágenes sobrenaturales y descripciones notables de paisajes suecos que la genial Selma Lagerlöf cimenta con esta narración.


Gabriela Solorio Naiza

Smilla´s Sense of Snow (Peter Hoeg)

En estas últimas semanas de viaje Smilla Jaspersen ha sido algo así como mi compañera de ruta. Recurría a ella en los ratos muertos, las esperas, los trayectos en tren.

Smilla, con casi cuarenta años, es una mujer soltera y solitaria. Traumatizada por su condición mestiza, ella detesta los condicionamientos y las convenciones “occidentales”, es una dura observadora de las incongruencias y limitaciones de la mentalidad “europea”, tiene una afilada lengua para las frases ingeniosas y contundentes, su cínica visión no se condice con la idea de criar una familia, es decir, no en el horrible medio en que vive, pues no tiene sentido querer formar parte de su detestable sociedad; es pues una marginal. No obstante, adora vestirse bien, de más está decirlo, a la usanza europea, y es una conocedora de la ciencia y la técnica modernas, cuyo uso tanto desprecia, pero que sabe utilizar muy bien para sus propios fines: entre otros, observar y comprender el fenómeno natural de la nieve, hacia el que tiene una especial inclinación o afinidad (de allí el título de la obra que compendia su aventura). 

Smilla es mujer de encantos particulares; tiene, además de un temple de acero, una resistencia física más allá de lo imaginable y una capacidad para caerle bien, precisamente por esas cualidades de dureza que parecen tan de moda en algunas protagonistas femeninas de las novelas de suspenso, al peor de los rufianes con los que tiene que enfrentarse. Lo malo es que su autor la ha puesto en la incómoda situación de explicar muchas cosas. Desde sus propios orígenes groenlandeses, pasando por la traumática colonización de su tierra natal por parte de Dinamarca, los emprendimientos de explotación minera en este país, los parásitos y la medicina forense, los nazis, los juegos de azar, los peligros de la técnica en manos de gente sin escrúpulos, el capitalismo, la política en los años sesenta, el medio ambiente, los meteoritos, las matemáticas, el carácter de los daneses en contraposición con el de los inuits, las características de los barcos rompehielos y la navegación en el Ártico, el trabajo de la policía danesa, la forma en que debe cocinar y disfrutar de la comida, etc.; y por supuesto, finalmente, nada menos que la muerte de un niño. 

Con tal espectro temático (que exige además una larga fila de personajes secundarios), el suspenso se ahoga lamentablemente en una sucesión de escenas poco espontáneas, entrevistas llenas de frases de pretendida hondura, explicaciones que, por más interesantes que resulten aisladamente, cortan el ritmo del relato y hacen necesario que luego se introduzcan pequeños trucos que alivien la tensión y hagan avanzar la trama: puertas infranqueables que se abren, entradas y salidas apresuradas, apariciones y desapariciones de forzada precisión, rápidas miradas de entendimiento, respuestas con muchos sobreentendidos, giros de carácter repentinos y de mucha buena fortuna, que conducen limpiamente a nuestra Smilla hasta el final de su autoimpuesta misión. 

Falta, por el simple hecho de que se tendría que extender aún más esta extensa novela, esas lagunas de inacción, rutina, malas pistas y equívocos, que alimentan tan bien al suspenso, pues le confieren la ilusión de un fondo de cotidianidad o normalidad, sobre el cual el lector de alguna manera se apoya para no extraviarse completamente y disfrutar así de las correspondientes dosis de ruptura de esa normalidad. 

Pese a todo, y aunque no puedo recomendar libremente esta obra a los lectores de novelas de suspenso o thrillers, me quedaré siempre con el recuerdo de su original protagonista y su “afinidad” para la nieve.

Roberto Zeballos Rebaza

Fifth Business (Robertson Davies)

Mi tardío encuentro con Robertson Davies principió con este volumen. Deptford es una aldea rural del oeste del Canadá, donde a comienzos del siglo pasado nace el protagonista y narrador de esta historia, Dunstan Ramsay. Destinado a crecer en un ambiente de estrechez material y espiritual, Ramsay trata de adentrarse, mediante las lecturas y el estudio, en otros ámbitos o realidades que estén desligadas del puritano sentido práctico de sus mayores; es así como descubre la magia artística, los mitos y la hagiografía católica. Sin ser un creyente, Ramsay comprende que hay ciertas realidades no verificables a partir de la información de los sentidos, injustificables e ignoradas dentro del pensamiento moderno, que él denomina realidades psicológicas, cuya influencia en la vida ordinaria de algunas personas resulta ser mucho más determinante que los acontecimientos “reales”, y sus necesariamente predecibles y lógicas consecuencias. Son precisamente estas personas las que, para él, resultan tener una vida más interesante que aquellos otros que han reducido su existencia a los parámetros convencionales de lo racional y provechoso, y viven con una conciencia tranquila por el relativo bienestar y el éxito social alcanzados por su buena conducta.


Junto a unos caracteres provincianos casi modélicos, y sobre un fondo tantas veces utilizado como el de la Gran Guerra y la posterior crisis económica de los años de 1930, se destacan otras vidas en las que todo el sentido de lo “correcto” falla y sus protagonistas se decantan hacia existencias excéntricas, sufrientes o bizarras. Sus decisiones y actos (y las consecuencias de éstos) buscan ser comprendidos y explicados por Ramsay sobre la base de nociones más complejas que la de los premios y castigos de una ética cristiana simplistamente concebida por quienes “conservan la crueldad de la doctrina sin la gracia poética de los mitos”. Es precisamente a través de este intento por recuperar el componente mítico de la cultura occidental, y su relación con el inconsciente individual, que Ramsay trata de entender la función o “rol” que él mismo, con sus decisiones personales, ha jugado a lo largo de su vida, respecto de los demás que lo rodean, y que es en lo que consiste la noción de “quinto personaje” que da título a la obra.    

El resultado es un relato lleno de intriga, contado con mucha gracia, desde una perspectiva culta y reflexiva, con interesantísimos puntos de vista sobre la conducta y la historia humanas, sin caer jamás en lo pedante, y que despierta además una enorme curiosidad por seguir con los otros volúmenes que conforman la Trilogía de Deptford; en los cuales otros personajes del entorno de Ramsay toman la palabra para reflexionar, siguiendo esta misma línea psicológica y a partir de unos mismos hechos, sobre sus propios destinos.    

Roberto Zeballos Rebaza

The Bookshop (Penelope Fitzgerald)

Se dice que, como ciertos pintores que se dedican al mismo tipo de paisaje una y otra vez, hay novelistas que sólo ejecutan variaciones sobre un(os) mismo(s) tema(s). Cada libro es una versión perfeccionada, ampliada del anterior. En cierto sentido, se podría decir esto de Penelope Fitzgerald, al menos si tomo en consideración lo que de ella vengo leyendo. Hasta la fecha no he podido encontrar el libro que supere a The Beginning of Spring; sin embargo, es un gozo ir descubriendo cada uno de las versiones que –digámoslo así– lo prefiguran. No quiero decir que con leer el primero de los mencionados uno abarque en su totalidad a los últimos (y por ende no valga la pena leerlos), sino que hay en todos ellos determinadas temáticas que se van repitiendo, como una seña de identidad, aunque siempre con suficientes rasgos de originalidad para que cada libro valga la pena por sí mismo.

Los protagonistas de Fitzgerald se singularizan por un carácter esencialmente bueno, desde la perspectiva de su rectitud moral quiero decir, pero al mismo tiempo ostentan una cierta torpeza fundamental para desenvolverse frente al resto de personas y ante las exigencias inmediatas que la vida les demanda. La autora va mostrando poco a poco su peculiar interioridad, acumulando lentamente unos sucesos casi anodinos que conforman la trama, hasta que ésta se complica irremediablemente. Lo que queda al final, para el lector, es sin embargo mucho más que aquello que le ha sido, a veces escuetamente, narrado. Hay una urgencia por volver a la primera página porque uno se da cuenta de que hay algo que se le escapa de las manos. Se nos ha dejado con un pequeño abismo de cosas no dichas o quizá sólo esbozadas con una frase, como una estructura no bien formulada, invisible; digamos que sólo apuntada por la autora para que el lector mismo eche mano de su propia capacidad de comprensión y se apropie finalmente, como si lo hiciera él por su propia cuenta y riesgo, de la novela en su entera profundidad. El grado de esta complejidad es lo que va variando (aumentando o ramificándose) en cada libro.

Dicho esto, creo que no vale la pena intentar reseñar la trama de The Bookshop, a riesgo de decir más de lo que debería.

Roberto Zeballos Rebaza