Algunas reflexiones en torno a «Cartografía de lo invisible» de Robert Baca Oviedo

En Cartografía de lo invisible se vislumbra la lucha por registrar y, a la vez, responder a ciertas realidades que, si bien se originan en la experiencia individual del sujeto poético, evidencian una condición general compartida por todos nosotros… ¿Podemos hablar de una condición del “ser peruano”? Más allá del fracaso en la construcción de la nación o, siguiendo a Teo Pinzás, más allá de mostrar con incomodidad el “estigma de nuestro fracaso” ―en el texto se cuestionan los errores que arrastramos desde la colonia―, el poemario nos sugiere una imagen devastadora como expresión de la condición del “ser peruano”; imagen que es una hendidura desde la que se puede “abrir la corteza” del poemario:

La de una mujer siendo alcanzada por un proyectil acuático en medio de tanquetas y policía

El sujeto poético recuerda así un evento de su niñez, el de su madre escapando del “rochabús” en una calle del centro de Arequipa, en los convulsos años noventa. Es que lo aparentemente insignificante y lo terrible van de la mano. Creo vislumbrar aquello que nos une: “el resorte oscuro”, “el hilván invisible”. El texto sugiere ―medio con rabia, medio con indignación― que se trata de nuestra desoladora condición de precariedad. Con un tono que oscila entre lo profético y lo personal, sin caer ―felizmente― en la grandilocuencia, Robert Baca señala aspectos desgarradores del pasado en que lo precario y la muerte se convierten en un espacio común… el espacio compartido.

La “cartografía” de Baca no es espacial o, por lo menos, el recorrido geográfico se hace inviable. Aquellos parajes de la ciudad de Arequipa se tornan caminos erráticos, sin rumbo, vacíos de aquellos símbolos tradicionales de una Semana Santa que acontece tras un velo ya rasgado, y que muestra todo lo que tiene de lastre, “la falsa máquina con motor de sillar”. Ello sugiere el desgaste de aquello a lo que uno puede sujetarse cuando mira hacia atrás en el tiempo. Nuestra identidad está fracturada. El poemario, denso como un corte geológico, con una serie de trazos que coexisten enhebrados en este devenir informe, presenta algunas marcas temporales, como hitos que se sitúan básicamente en los años noventa: la muerte de Mónica de Santa María, el accidente del avión de la compañía Faucett, las esterilizaciones forzadas… Hebras que marcan un pathos que, medio enrevesado, arrastramos todos… Un elemento que de algún modo nos “templa” la vida y, con ello, nuestro acontecer… ¿Nuestro destino ya marcado?

La “cartografía” recorre el decurso de la memoria. El sujeto poético vuelve a sus recuerdos, para recordarse, para recordar-nos. Las palabras se entretejen con hermosas imágenes, que, lejos de “estetizar” la muerte y el dolor, nos sumergen en las profundidades de nuestra tragedia, sin caer en la conmiseración (Baca maneja con destreza las imágenes de muerte y desolación evitando que se desborden). El poemario no se hunde en lo trágico. Ante la ausencia de un punto focal ―que sería igual a caer en la desesperación― desde el cual uno pueda dirigirse hacia el devenir, sugiero una figura necesaria, que permite erigir un trazo ―que es posibilidad: José Manuel, el abuelo del autor…

Hermosa apacheta, un montón de piedras guiando la ruta que la poesía nos traza.

Parafraseando a Arguedas en La caída del ángel (1962), una cosa es el infierno de Dante, donde el hombre viviría sin la esperanza que alienta la vida; y otra cosa es vivir en la miseria, con martirio, pero donde la esperanza pervive.

El sujeto poético recurre constantemente a la memoria personal, a la de sus vivencias; estas guían el tejido de este tapiz que, medio a trompicones, medio entre susurros, enfatiza la necesidad del otro, para adquirir existencia. José Manuel, como punto focal donde la esperanza pervive, ancla el recorrido del sujeto poético, y permite abrir la posibilidad: ¿hacia dónde? La poesía no tendrá la respuesta…

Dentro de sus inherentes ambigüedades, Cartografía de lo invisible sugiere el retorno a lo primordial: ¿una ensoñación? La “Oración a Juan Santos Atao Wallpa” se instala dentro del pensamiento utópico andino. Mas no sugiere la restauración de la antigua sociedad incaica, ni plantea enfáticamente un cambio del orden de jerarquías, ni un vuelco de órdenes de dominación de explotados a explotadores… Sino, creo, algo completamente diferente. El poema, marcado por un tono de mesianismo telúrico, hace alarde de una voz colectiva híbrida (humana/no-humana), cuya fuerza dará cabida a la “furia verde que amenaza con tragarse a todo el Perú desde el Monte”; la imposición de la naturaleza sobre todo lo que se conoce como civilización. Una visión que rompe con la teleología de la historia, un volver al inicio de los tiempos, una caída que restablece, un mensaje cifrado que ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.

Sin duda, el poemario de Robert Baca es, tomando las palabras de Eagleton (2007), la “expresión de la certeza de que el lenguaje no nos separa de la realidad, sino que nos ofrece un acceso más profundo a ésta”.

Gabriela Solorio Naiza

Cartografía de lo Invisible (Robert Baca Oviedo)

Aletheya, 2021.

Cómo se sentía

G.S.
Aun si conservara las ropas que usé durante
aquellos doce años, aun si tuviera
las ropas que me quitaba antes de que mi madre
subiera buscándome por las escaleras: la tersa
chompa de orlón; el vestido ornado de frunces
debajo de los cuales mis latentes senos
se agazapaban bajo la piel de mi pecho;
aun si tuviera todas aquellas fajas,
aun si tuviera toda la ropa interior
de algodón, como un amigo secreto,
pienso que no podría retornar a la sensación
que tenía. Indago acerca de la estabilidad
del alma— ¿era casi la misma la que salía
luego de cada castigo,
de regreso a un yo que había estado esperándome
en el flácido montón de mi ropa? Respecto de la
circunstancia de ser golpeada, ¿a qué
se parecía: a entrar en un establo, con los animales
sueltos, mordiendo, cagando y algunos ardiendo
en llamas? Y cuando mi cuerpo reaparecía
al otro lado, y yo me pasaba revista,
10 dedos en las manos, 10 en los pies,
y revisaba aquella parte cualquiera donde
se supone que guardamos un alma, apenas me atrevía
a saber lo que yo sabía,
que aun cuando me habían echado abajo,
una vez más, a toda vela, a todo
meter, hasta el lecho de mi ser y aún
debajo de aquel lecho, era posible
que en mi esencia, en el centro de mi esencia, en alguna
mínima recámara a la que mi madre no podía 
penetrar —no penetraba— yo no había sido cambiada. 
How It Felt 

Even if I still had the clothes I wore,
those first twelve years, even if I had
the clothes I would take off before my mother
climbed the stairs toward me: the glassy
Orlon sweater; the cotton dress,
under its smocking my breasts-to-be
accordion-folded under the skin of my chest;
even if I had all the sashes,
even if I had all the cotton
underwear, like a secret friend,
I think I could not get back to how
it felt. I study the stability
of the spirit — was it almost I who came back
out of each punishment,
back to a self which had been waiting, for me,
in the cooled-off pile of my clothes? As for the
condition of being beaten, what
was it like: going into a barn, the animals
not in stalls, but biting, and shitting, and
parts of them on fire? And when my body came out
the other side, and I checked myself,
10 fingers, 10 toes,
and I checked whatever I had where we were
supposed to have a soul, I hardly dared
to know what I knew,
that though I had been taken down,
again, hammer and tongs, valley
and range, down to the ground of my being
and under that ground, it was possible
that in my essence, at the center of my essence, in some
tiny chamber my mother could not
enter — or did not enter — I had not been changed.

How It Felt, Sharon Olds (Poetry , April 2018)

Traducción: R.Z.R.

How will it feel months from now (Mary Jo Bang)

Imagen: Joseph Sudek (1950)

Cómo se sentirá meses después de ahora

cuando la lonja rosa del cielo se zambulle
a través de la ventana y uno escucha
las notas altas de la cantante de ópera
un piso más abajo. Ángel del deseo,    

ángel de la fortuna, la carreta volcada,
los animalitos de la parte posterior
del camión invadiendo la pista. Siguen
las teclas sosteniendo el ser del piano.

Lo que más he querido es el cielo rojo
volviéndose azul. Es tan hermoso
cuando se consuma. Abrázame, dice 
la intimidad. Mientras tenga vista, miraré.  

Las paredes del tiempo se disuelven
siempre que las luces se apagan. Luces
que hacen tan fácil estar con el día. Yo
me acurruco y escondo. No hay espejismo

de sirenas golpeando el frontis vidriado
del hospital calle abajo.
Las estrellas guían al ojo por el cielo.
Será como esto. Una vez y otra.  
 
How will it feel months from now

when the pink sliver of sky swims in  
through the window and you hear  
the high notes from the opera singer 
one story below. Angel of wishing,  

angel of fortune, the cart overturned, 
the small animals from the back  
of the truck flooding the highway.  
The keys keep making the piano be.  
 
I have only ever wanted the red sky  
to turn blue. It’s so beautiful 
when it sinks in. Hold me, closeness  
says. As long as I have sight, I’ll see.  
 
The walls of time dissolve whenever  
the lights are turned off. The lights  
that made the day so easy to be with.  
I fold myself away. No mirage  
 
of sirens hammering the glass front  
of the hospital down the block.  
Stars guide the eye across the sky.  
It will be like that. Again, and again.

Traducción: R.Z.R.

Kazimir (Moisés Jiménez Carbajal)

The Virgin Spring (1960). Dir: Ingmar Bergman. DoP: Sven Nykvist.
(epístola al insoportable) 

Pienso que estamos de acuerdo cuando digo empiezo
no porque esta sea
el aliento yeso y los ritmos precedentes
pues empiezo no dice yeso ni hacerse sola
corriente ignara que el mundo mueve
al poema el tiempo abstruso de una sima 
no en pesar tu fortuna tu forma infatigable enrecuas del fracaso
la blanca inmundicia que nos ganó de manos
este cambio a destiempo y la risa de la poesía
destila el alba que hemos visto caer
vejados otra vez
no entendimos la voluntad de dejar
porque entendimos muy bien la inexorable afrenta de seguir

y ahora ves estoy en el medio 
mi cuerpo ha dejado de crecer
un árbol escancia el azor de las botellas vacías
sorbiendo el brillo del aire
la limpieza del espacio
el misterio de las ramas que empapa el cielo
no sé qué hablo si repito 
amalgama de acento sin sonido
el odre de un destino
o la pobreza de una vida hecha troje
esta fruta podrida
sobre el lomo de las mulas
este río cadáver
de esta urna 
de esta fosa cada vez más cierta

que cubrimos nuestros sesos medrosos
los sueños de aspaviento y las huellas 
de un ciervo muerto o una corva llamarada
signo hecho cansancio cicatriz del ojo
el perverso ahora que destraba
los anversos ritmos de una historia repetida 
la ilusorio libertad del que lo puede todo

El poema acaba aquí me empezaré de nuevo 
Este siglo es tan estimulante
¿no oyes balbucear el gesto del ocaso?
desesperada necesidad del sufijo ido
selva de empiezos y terminos





Como la vida se pliega a la maraña
Renquea ilesa de los fuegos
La muerte fleca su hondonada 
Buscando luz en una voz ¿qué voz?
Carpanta de la cuenca meridiana 
Sinergia incestuosa del residuo
Mélanges embrutecido
Ando de lo acaso a tus huellas
Como va la cierva su pierna renqueante
Buscando el lecho ostentoso
Del prado castizo y la oferente
Puerta que allanaba las olas
Del renqueo
Sutil de la agonía

Que propicia el reino
La sed de toda estancia
Ser de la acacia la silla
Equívoca que quiere
Oír del viento la voz del ruiseñor
Que hiere el ojo
Que la letra difiere

De Kazimir (Aletheya). Copyright © 2019 por Moisés Jiménez Carbajal

El fragor del agua (José Giménez Corbatón)

Hace ya mucho tiempo me encontré en una mesa de saldos con este libro de cuentos. Sólo el nombre de Mario Muchnik me hizo comprarlo, pues no tenía idea de quién era José Giménez Corbatón, o de qué trataban sus relatos. Estos, desde diversos ángulos, voces y tiempos, se ocupan del mundo rural aragonés, de su gente y su geografía, del proceso de su desaparición. Es tentador ponerse a pensar en la cantidad de coincidencias que deben ocurrir para que un libro así se presente, de pronto, en la vida de uno, tan al alcance de la mano. Un libro que verdaderamente contiene un mundo –quizá, más bien, la ausencia de ese mundo, de unas formas de vida, de trabajo rural, de habla regional, de objetos únicos; y que lo haga de una manera tan vívida, intensa, total.

¿En que consiste la maestría literaria? Pocas semanas atrás estuve leyendo unos relatos formalmente complejos, estilísticamente impecables. Al mismo tiempo terriblemente vacíos, en el sentido de que las situaciones y conflictos propuestos eran blandos, sin densidad humana, quizá un poco ingeniosos, delatores de cierto cinismo, una leve nostalgia, pero nada más. El de Giménez Corbatón es un libro que, por el contrario, podría suscitar el comentario de que en él se han empleado algunos puntos de vista y formas literarios quizá ya algo manidos, que acusan una falta de novedosa complejidad o de artificio. Pero precisamente la destreza de este autor consiste en no permitir que algún artificio formal distraiga de la revelación de este universo de los masoveros, de los cuenqueros, de sus casas con solanares y de campos con sus masicos, de sus sobrevivientes, de sus descendientes, esta realidad tan puramente tangible, casi sensible, que los relatos proponen.

La fuerza que tiene esta revelación sobrepasa cualquier cortedad que uno quiera ver en esos otros aspectos de la narración, al punto de que esta verdadera restauración de eso otro que fue lo sobrepuja todo, se instala con su conmovedora ausencia en el centro de cada uno de las distintas narraciones que componen este volumen. Su lectura me ha permitido pensar que la verdadera maestría del creador literario consiste en saber emplear los medios más comunes de la ficción de manera que tenga lugar esta forma tan pura de manifestación de lo real, que es como una lazo sencillo y directo entre el que lee y aquello que fue alguna vez y ahora es ruina, o tal vez sólo paisaje o memoria, sin la mediación de una voz que llama la atención hacia sí misma, hacia su hacer, hacia su presencia, a veces estéril, opaca.  

Roberto Zeballos Rebaza

El fragor del agua (J. Giménez Corbatón)

Anaya & Mario Muchnik, 1993.

February Elegy (Mary Jo Bang)

“Irma Haselberger
”
Fotografía: Irma Haselberg
Elegía de Febrero

Este año mondo, congelado ahora en febrero.
Este frío día aleteando rápido por sobre la horrible
Línea imperfecta del horizonte,
Tantas veces una línea dentada de diez edificios.
Una bandera roja agitándose
Al viento. Una cortina naranja es mediodía.
Todo hace sufrir a sus ojos. Esta cortina tan brillante.
He aquí lo perceptiblemente verdadero: la visión.
El rostro que devuelve la mirada en un haz
Del cuchillo de la mantequilla.  
Un embarazo de pan troceado.
La mente sigue su diario peregrinaje
Por momentos ruines. Más tarde,
De vuelta a la arqueta para soñar
En un círculo, un carrusel de ponis.
Asociación del círculo: hay un centro
Para casi todo pero nunca
Alguna certeza. Nada es
Más maleable que un momento. Sólo ayer era
Que aspirábamos el aire en un mar.
Algún sol de verano nos llamaba
Y allí íbamos nosotros. La arena quemaba.
Tan sólo ayer estábamos con tierno corazón
Esperando. A ser algo.
Una fuente. Y entonces alguien dice: Asiento,
Tenemos para ti un corazón para olvidar. Una mente
Con la cual sufrir. Así, experiencia. Así, la carpa del circo.
Tú, que estás allí, se tú la muchacha
De lentejuelas rojas en la tarjeta que vende amor.
Tú, que estás allí, tú, de satén negro.
Se tú el Don Muerte de la Doncella. 
February Elegy

This bald year, frozen now in February.
This cold day winging over the ugly
Imperfect horizon line,
So often a teeth line of ten buildings.
A red flag flapping
In the wind. An orange curtain is noon.
It all hurts her eyes. This curtain is so bright.
Here is what is noticeably true: sight.
The face that looks back from the side
Of the butter knife.
A torn-bread awkwardness.
The mind makes its daily pilgrimage
Through riff-raff moments. Then,
Back into the caprice case to dream
In a circle, a pony goes round.
The circle's association: There's a center
To almost everything but never
Any certainty. Nothing is
More malleable than a moment. We were
Only yesterday breathing in a sea.
Some summer sun
Asked us over and over we went. The sand was hot.
We were only yesterday tender hearted
Waiting. To be something.
A spring. And then someone says, Sit down,
We have a heart for you to forget. A mind to suffer
With. So, experience. So, the circus tent.
You, over there, you be the girl
In red sequins on the front of a card selling love.
You, over there, you, in black satin.
You be the Maiden's Mister Death.

De Elegy. Copyright © 2007 by Mary Jo Bang.

Traducido por Roberto Zeballos Rebaza

Léxico familiar (Natalia Ginzburg)

La intimidad familiar no solo tiene su raigambre en aquellas frases a las que indisolublemente se unen la infancia y la juventud sino que, además, se re-crea a través de ellas. De allí que Ginzburg diga: “Somos cinco hermanos. Vivimos en distintas ciudades y algunos en el extranjero, pero no solemos escribirnos. Cuando nos vemos, podemos estar indiferentes o distraídos los unos de los otros, pero basta que uno de nosotros diga una palabra, una frase, una de aquellas antiguas frases que hemos oído y repetido infinidad de veces en nuestra infancia […] para volver a recuperar de pronto nuestra antigua relación y nuestra infancia y juventud”.

Se trata de una serie de expresiones que quedan atascadas en el tiempo y que señalan la manera particular de “ser” de una familia. Esas palabras que, como “jeroglíficos de los egipcios o de los asirios-babilónicos”, sobreviven a la corrosión del tiempo. Palabras escogidas por el contexto en el que surgieron y la interpretación que se les dio, y luego repetidas a cada momento por la madre o el padre, quienes le dieron un sentido que solo puede ser reconocido por aquellos que participaron del acontecimiento en el que emergieron. Natalia Ginzburg nos hace partícipes de este vocabulario familiar, íntimo, el que parece querer anotar en piedra para que no se desvanezca, para que aquel espacio aterciopelado se re-cree rebasando el devenir del tiempo. Y esta es la hebra que une a la historia de la familia de Ginzburg, el “léxico familiar”, o el repaso casi obsesivo por la memoria de la escritora desde que tuvo cinco años —como una observadora que retiene las palabras, las repite, las procura atrapar, para que ellas no escapen, para que no desaparezca el recuerdo que se vio amenazado por el fascismo y la Segunda Guerra Mundial— quien parece decirnos que todo termina, no con la muerte, sino con el olvido.

Léxico familiar es un palimpsesto de historias que se entretejen alrededor de la familia Levi, donde la escritora asume el rol de espectadora desde una arista casi invisible. Natalia Ginzburg narra la interacción tan particular que tiene lugar, dentro de su familia, entre su padre Giuseppe, su madre Lidia y sus hermanos… La rutina, los rituales, las discusiones y contradicciones. La familia Levi tiene mucho de cualquier familia, excepto que como trasfondo se encuentra la Italia de Mussolini, que hace desaparecer a sus detractores, y la persecución inminente de los judíos, que se torna una amenaza cada vez más cercana. Pero la narración continúa y la Guerra es narrada, desde el espacio doméstico, hasta el fin, donde el propio “léxico familiar” se erige como una trama de resistencia contra el fascismo —además de ser testimonio de los muertos y desaparecidos que en algún momento se articularon con la familia Levi.

En Léxico familiar, Ginzburg hace un ejercicio de memoria allí donde ya no eran posible las palabras. Ante la ausencia de la palabra y el mutismo de la guerra, el “léxico de la familia” es un elemento de vitalidad, es lo que cohesiona, lo que hace vivir a los espectros, es el germen de vida que permanece para hacer frente al páramo que dejó el fascismo a su paso.

Gabriela Solorio Naiza

Léxico familiar (Natalia Ginzburg)

Editorial Lumen

Traducción del Italiano: Mercedes Corral

Número de páginas: 266

Desertion (Gurnah)

Mucho tiempo atrás, sin saber siquiera quién era Abdulrazak Gurnah, me compré este libro por un precio verdaderamente irrisorio, mientras cruzaba un puente, camino de alguna parte… Quizá me llamó la atención la foto de la tapa, con esa clase de puerta que se parece a la que tantas veces he visto en mi ciudad; quizá porque lo había editado Bloomsbury y pensé que cabía esperar algo bueno, lo que resultó siendo verdad.

Este es un libro reticente, comedido, pero que va adquiriendo de a pocos una tristeza desasosegante, hasta hacerse a veces insoportable. Quizá ello es efecto de la manera en que el autor ha propuesto un relato al que, más adelante, una segunda narración, en otro plano, desmonta completamente, dejando a la vista sin embargo los hilos que vinculan a ambas, unos hilos retorcidos, dolorosos. Pero también es el efecto de un lenguaje que se mide siempre para no caer en el patetismo, que trata de mostrarse eficaz, ecuánime, un rasgo que se mantiene aun cuando la narración pasa de la tercera a la primera persona, o de un personaje a otro, de un contexto a otro. Estas distintas estrategias, estos contrastes, terminan siendo al final desoladores. De esta forma casi un siglo de historia se condensa en pocas páginas, una historia en la que, como no podría ser de otra manera, el colonialismo y la migración tienen un rol particular, ya que portugueses, chinos, árabes, indios y finalmente británicos, cada cual a su manera, han pasado, se han quedado, han dejado una huella imborrable en este lugar de la costa oriental africana del que provienen los personajes de la novela.   

Mucho he aprendido de esta lectura, también porque me ha obligado a mirar el Atlas, a averiguar en otras partes para tener una mejor idea de la situación política e histórica en que tienen lugar los acontecimientos. ¿Si algún día se lo traduce al español quizá se pongan algunas notas a pie de página para orientar mejor al lector? Pero yo sobre todo me he quedado pensado cuánto hubiese esperado para leerlo si es que el Nobel no se lo daban este año a Gurnah.

Roberto Zeballos Rebaza

La campana (Iris Murdoch)

Leer a Iris Murdoch (1919-1999) es también dejar de lado la resistencia que erigimos ante cualquier otro, aquello que nos vemos llamados a montar como muestra o expresión de lo que llamamos ego. Es  dejar de lado el impulso que nos lleva constantemente a transformar lo que está cerca de nosotros para disponernos a un estado pasivo-activo, tenderse voluntariamente en la yerba húmeda para sentir las gotitas frías que se abren paso hasta nuestro cuerpo, y lo hacen vivo. Alguien me replicará diciendo que toda lectura implica cierta inercia, pero con Murdoch no se trata de dejarte llevar, sino que ella te arrastra como cuando un impetuoso río desbordado toma sin reparos hierbajos, rocas, vergeles y hasta tejados. Es que con Murdoch resulta imposible proyectarse en los hechos, no sabes qué es lo que va a suceder y, por lo tanto, no sabes dónde vas a terminar… Te conduce por los rincones más insólitos del ser humano –y que, mira tú, terminas reconociéndolos– pasando por acontecimientos, a veces insólitos, a veces dramáticos, pero que, como en la vida, poseen cierta iridiscencia que permite que no caigamos en la auto-conmiseración; y, de pronto, te sorprendes a ti misma quebrando el cristal del silencio con una carcajada. Y tomas el libro entre tus manos, lo cierras con delicadeza –como lo harías con un pájaro– porque no quieres que se te escape aquello que no puedes decir con palabras.

Murdoch, más que novelista, es una gran intelectual, una de las más grandes, y su obra literaria, desde mi punto de vista, es comparable a la de Shakespeare y Dostoyevski. Estar frente a ella es estar de pie frente a un titán, alguien inconmensurable, que ha sido capaz de dar a los personajes un ser que constantemente pone a prueba. Como en las obras de aquellos grandes genios literarios, sus personajes poseen verdadera libertad, son seres con personalidades propias –sumamente complejas–, que actúan autónomamente de acuerdo con ellas. Es decir, son como encarnaciones y no meras representaciones, y Murdoch es la diosa que observa, sin involucrarse, con su cuaderno en la mano… Unas veces, parece oírsele reír… Otras, tomar nota –con gesto circunspecto– sobre aquellos actos que revelan la tensión entre la proyección ideal que hacemos de nosotros mismos, guiados por imperativos o prohibiciones, y aquello que ni notamos, pero que nos pertenece como algo muy profundo y arraigado, que nos conduce a andar dando traspiés, uno tras otro, a cometer “sin intención” acciones que pueden ser catalogadas como moralmente “malas” y con severas consecuencias.

Lo que Murdoch entendió –y que manifiesta en La Campana (1958)– es que la base moral sobre la que se sostiene la sociedad contemporánea occidental es profundamente religiosa, a pesar de que ésta (la religión) ya no tiene lugar. Murdoch explora tanto la dislocación entre el imperativo religioso del amor al prójimo –que roza la perfección– y el amor posible humano, así como las dificultades de la gente para situarse empáticamente respecto a los demás y actuar con responsabilidad. La Campana no es una crítica pesimista a la búsqueda de la virtud; más bien, en esta novela Murdoch indaga acerca de las posibilidades que tenemos para lograr una simple convivencia armoniosa en medio de un mundo donde las directrices morales han desaparecido.  

Siguiendo estos presupuestos, Murdoch reúne a sus personajes –por demás variopintos– en la comunidad laica de Imber-Court, a la sombra de un monasterio benedictino de monjas de clausura. Esta comunidad tiene su sede en una casa heredada por el ex-maestro Michael Meade, en la que ha establecido este enclave secular-religioso, dejando atrás voluntariamente todas las comodidades de la modernidad para adentrarse en una vida austera y autosuficiente. El lago profundo de aguas negruzcas domina el paisaje y juega un papel mágico de espejo, de donde emerge la dualidad: presencias similares, los actos errados repetitivos, la sensación de déja vu… la aparición de una campana de la abadía medieval perdida en sus profundidades hace cientos de años, supuestamente como consecuencia de una maldición por el amor prohibido entre una moja y un joven que solía visitarla….

En este espacio intermedio, situado entre la abadía (que está fuera del mundo) y la ciudad de Londres (el mundo), es donde Murdoch ha elegido escenificar, con ingenio y humor, temas como el de la espiritualidad, el amor y el sexo. Michael, un personaje muy interesante, homosexual y con expectante aspiración al sacerdocio, se ve a sí mismo, y con pesar, involucrado nuevamente en una relación con un muchacho joven. Parecemos ser partícipes de un juego tramposo, en el que son enormes las posibilidades de que se yerre dos veces, así se procure llevar una vida hasta cierto punto iluminada, así uno pretenda seguir al pie de la letra los preceptos religiosos. Y la culpa no soluciona nada, la culpa se lleva dentro y es más una carga espiritual que no nos sirve para solucionar los vínculos ya rasgados. Murdoch parece sostener cierta visión pesimista respecto de la trascendencia del ser humano, parece sugerir la idea de que somos “juguetes” no solo del destino sino de nosotros mismos. No obstante, Murdoch plantea que, si bien nunca seremos perfectos, la redención es posible en el hacer intento de la perfección. Recordemos que la abadesa aconseja a Michael en su época de crisis: “[…] que, en última instancia, todas nuestras fallas son fallas de amor. No debe condenarse y rechazarse el amor imperfecto, sino tratar de perfeccionarlo. El camino siempre va hacia adelante, nunca hacia atrás”. Es decir, “solo podemos aprender a amar amando” (pág. 286).  

Pero, si ya no hay certezas ¿bajo qué guía podemos llevar la expresión de que “la práctica hace a la perfección”? ¿Dónde podemos encontrar el ancla o el punto focal que nos permita trazar ese camino? Es allí donde tiene que aparecer Dora, la esposa errante que vuelve junto a su marido, un académico dominado por sus celos, a continuar su vida “embrutecedora”. Dora, en una de sus huidas a Londres, acude a la National Gallery, donde, vive tal experiencia fascinante, que vale la pena mencionar. Dora llega a la National Gallery no porque haya tenido intención especial de ir, sino porque buscaba el lugar adecuado para poder pensar tranquila, un santuario acogedor. Con una especie de gratitud, Dora observa el retrato de las dos hijas de Gainsborough, se maravilla y su corazón “se llenó de amor […]. Pensó que allí por fin había algo real y perfecto” (pág. 232). Murdoch escribió alguna vez que “el amor es la comprensión extremadamente difícil de que algo más que uno mismo es real”. El amor, y a través de éste, el arte y la moral, son la comprensión de que algo más es real en el mundo. Aquella posibilidad abierta de encontrar la guía de la perfección moral en el arte más allá de la religión o la ley, y no como un imperativo, es lo que mantiene aún la esperanza en su obra.  Dora encuentra en el arte el punto focal que le permite generar cierta empatía imaginativa hacia otros que no comparten con ella una forma específica de fe, sino que avanzan junto con ella, como pueden, oscilando y fallando, frustrándose antes sus fracasos, aprendiendo a amar, amando.

Gabriela Solorio Naiza

La campana (Iris Murdoch), Alianza Editorial, 1983

Traducción: Flora Casas

Número de páginas: 383

Las palabras de la noche (Natalia Ginzburg)

¿Cómo habrá sido de feroz la guerra que las historias –antes de que la guerra devaste todo lo que toca– de vidas resignadas, cuyas almas se iban apagando de a poquitos porque no quedaba más, son percibidas, luego, con melancolía, como si en ellas habría fulgurado aquella felicidad que se sospecha, ahora, imposible? Historias de matrimonios sin amor; mujeres que ven por la ventana hacia aquel jardín lleno de coles, anhelando con todas sus fuerzas escapar de la vida de casadas para volver a la casa materna y escuchar la risa de las hermanas solteras; mujeres que viven en silencio tras los muros de sus residencias; mujeres que disponen su esperanza lánguida al mandato matrimonial…  Esas historias pertenecen al tiempo perdido y, por tal motivo, se las evoca con nostalgia. No es que haya una contradicción y se pretenda volver a un pasado en el que pesaba tanto la tradición familiar que una debía sujetarse a ella, así una se condene a vivir en el hastío. Lo que pasa es que cuando se mira hacia el pasado perdido, aquella materia densa, llena de risas infantiles, con sus ambigüedades y matices, uno lo hace sin una perspectiva crítica, porque lo observa con complacencia, con afecto, porque forma parte de uno, porque así como fue, con sus defectos y sus risas —con nuestra madre gritando que le sirvas la leche a tu hermano (de doce años) porque está pequeñito y porque eres la hermana mayor— es perfecto, y en el momento en el que somos conscientes de su pérdida, deseamos aunque sea recuperar un pedacito de su aroma.

Creo no poder entender la dimensión de una guerra —me imagino que es algo tan vasto… Un viento colosal y yermo que arrasa, retuerce y arranca de raíz lo que encuentra a su paso. En Las palabras de la noche se manifiesta como una fuerza devastadora que alcanza a las familias de un pequeño pueblo, mutilándolas, destruyendo sus historias… Alcanzando incluso lo más íntimo y hondo de cada quien, dejando una marca profunda que parece sentenciar que la felicidad se ha perdido. La guerra abre una profunda zanja en el tiempo; y desde el otro abismo, desde lo irrecuperable, se construye el relato. Ya es imposible volver a abrazar aquella vida simple de pueblo, hemos sido expulsados de la inocencia y los tiempos nos empuja a movernos. 

¿Por qué se ha echado a perder todo, todo?

El relato me incita a cuestionarme si es posible —después de todo lo acontecido en la Segunda Guerra Mundial— volver a reconstruir la historia, y cómo hacerlo. Parece que una historia de amor entre dos jóvenes se comienza a esbozar, pero el peso de lo vivido es tal, que atrapa en el fango toda posibilidad. El error está en la obstinación de vivir de la misma manera, de procurar una reconstrucción idéntica del tiempo pasado. ¿Dónde está la permanencia, entonces? Si el mundo se ha movido, si los pueblos se han destruido, si la propia gente ya no es capaz de enfrentarse a la vida, si la huella de la muerte está a espaldas de tu casa donde han asesinado a Nebbia, tu amigo de la infancia; si el fascista ha dejado de ser fascista y no puede salir de su escondite porque tiene miedo… Quizá sea el espacio familiar el único resquicio donde es posible volver a comenzar… En los diálogos triviales aún permanece lo simple y bello de la vida cotidiana, en la voz de la madre  —aunque por momentos se trate de un monólogo que procura ordenar y controlar todos los acontecimientos, imponiendo su punto de vista— parecen sostenerse los vínculos de afecto que nos podrían salvar de caer en la desesperación.

La felicidad se presenta como un destello sospechoso… Algunos personajes parten del pueblo con la idea de comenzar una nueva vida, con la esperanza de volver a ser felices. No obstante, Ginbzburg parece sugerir que la felicidad, como la proyección de algún ideal, es una trampa. La felicidad no está en la posibilidad, no es potencia, no se aloja en el futuro, no podemos controlarla y alcanzarla, aunque esto sirva de consuelo para muchos… Pues la felicidad parece anidar en el pan con mantequilla, en el vuelo de la mosca… La felicidad es una burla, estaba presente en nuestras vidas, y nosotros ni la habíamos notado.

—La felicidad —le dijo él— siempre parece mentira, es como el agua, y se comprende sólo cuando se ha perdido.

Gabriela Solorio Naiza