February Elegy (Mary Jo Bang)

“Irma Haselberger
”
Fotografía: Irma Haselberg
Elegía de Febrero

Este año mondo, congelado ahora en febrero.
Este frío día aleteando rápido por sobre la horrible
Línea imperfecta del horizonte,
Tantas veces una línea dentada de diez edificios.
Una bandera roja agitándose
Al viento. Una cortina naranja es mediodía.
Todo hace sufrir a sus ojos. Esta cortina tan brillante.
He aquí lo perceptiblemente verdadero: la visión.
El rostro que devuelve la mirada en un haz
Del cuchillo de la mantequilla.  
Un embarazo de pan troceado.
La mente sigue su diario peregrinaje
Por momentos ruines. Más tarde,
De vuelta a la arqueta para soñar
En un círculo, un carrusel de ponis.
Asociación del círculo: hay un centro
Para casi todo pero nunca
Alguna certeza. Nada es
Más maleable que un momento. Sólo ayer era
Que aspirábamos el aire en un mar.
Algún sol de verano nos llamaba
Y allí íbamos nosotros. La arena quemaba.
Tan sólo ayer estábamos con tierno corazón
Esperando. A ser algo.
Una fuente. Y entonces alguien dice: Asiento,
Tenemos para ti un corazón para olvidar. Una mente
Con la cual sufrir. Así, experiencia. Así, la carpa del circo.
Tú, que estás allí, se tú la muchacha
De lentejuelas rojas en la tarjeta que vende amor.
Tú, que estás allí, tú, de satén negro.
Se tú el Don Muerte de la Doncella. 
February Elegy

This bald year, frozen now in February.
This cold day winging over the ugly
Imperfect horizon line,
So often a teeth line of ten buildings.
A red flag flapping
In the wind. An orange curtain is noon.
It all hurts her eyes. This curtain is so bright.
Here is what is noticeably true: sight.
The face that looks back from the side
Of the butter knife.
A torn-bread awkwardness.
The mind makes its daily pilgrimage
Through riff-raff moments. Then,
Back into the caprice case to dream
In a circle, a pony goes round.
The circle's association: There's a center
To almost everything but never
Any certainty. Nothing is
More malleable than a moment. We were
Only yesterday breathing in a sea.
Some summer sun
Asked us over and over we went. The sand was hot.
We were only yesterday tender hearted
Waiting. To be something.
A spring. And then someone says, Sit down,
We have a heart for you to forget. A mind to suffer
With. So, experience. So, the circus tent.
You, over there, you be the girl
In red sequins on the front of a card selling love.
You, over there, you, in black satin.
You be the Maiden's Mister Death.

De Elegy. Copyright © 2007 by Mary Jo Bang.

Traducido por Roberto Zeballos Rebaza

Léxico familiar (Natalia Ginzburg)

La intimidad familiar no solo tiene su raigambre en aquellas frases a las que indisolublemente se unen la infancia y la juventud sino que, además, se re-crea a través de ellas. De allí que Ginzburg diga: “Somos cinco hermanos. Vivimos en distintas ciudades y algunos en el extranjero, pero no solemos escribirnos. Cuando nos vemos, podemos estar indiferentes o distraídos los unos de los otros, pero basta que uno de nosotros diga una palabra, una frase, una de aquellas antiguas frases que hemos oído y repetido infinidad de veces en nuestra infancia […] para volver a recuperar de pronto nuestra antigua relación y nuestra infancia y juventud”.

Se trata de una serie de expresiones que quedan atascadas en el tiempo y que señalan la manera particular de “ser” de una familia. Esas palabras que, como “jeroglíficos de los egipcios o de los asirios-babilónicos”, sobreviven a la corrosión del tiempo. Palabras escogidas por el contexto en el que surgieron y la interpretación que se les dio, y luego repetidas a cada momento por la madre o el padre, quienes le dieron un sentido que solo puede ser reconocido por aquellos que participaron del acontecimiento en el que emergieron. Natalia Ginzburg nos hace partícipes de este vocabulario familiar, íntimo, el que parece querer anotar en piedra para que no se desvanezca, para que aquel espacio aterciopelado se re-cree rebasando el devenir del tiempo. Y esta es la hebra que une a la historia de la familia de Ginzburg, el “léxico familiar”, o el repaso casi obsesivo por la memoria de la escritora desde que tuvo cinco años —como una observadora que retiene las palabras, las repite, las procura atrapar, para que ellas no escapen, para que no desaparezca el recuerdo que se vio amenazado por el fascismo y la Segunda Guerra Mundial— quien parece decirnos que todo termina, no con la muerte, sino con el olvido.

Léxico familiar es un palimpsesto de historias que se entretejen alrededor de la familia Levi, donde la escritora asume el rol de espectadora desde una arista casi invisible. Natalia Ginzburg narra la interacción tan particular que tiene lugar, dentro de su familia, entre su padre Giuseppe, su madre Lidia y sus hermanos… La rutina, los rituales, las discusiones y contradicciones. La familia Levi tiene mucho de cualquier familia, excepto que como trasfondo se encuentra la Italia de Mussolini, que hace desaparecer a sus detractores, y la persecución inminente de los judíos, que se torna una amenaza cada vez más cercana. Pero la narración continúa y la Guerra es narrada, desde el espacio doméstico, hasta el fin, donde el propio “léxico familiar” se erige como una trama de resistencia contra el fascismo —además de ser testimonio de los muertos y desaparecidos que en algún momento se articularon con la familia Levi.

En Léxico familiar, Ginzburg hace un ejercicio de memoria allí donde ya no eran posible las palabras. Ante la ausencia de la palabra y el mutismo de la guerra, el “léxico de la familia” es un elemento de vitalidad, es lo que cohesiona, lo que hace vivir a los espectros, es el germen de vida que permanece para hacer frente al páramo que dejó el fascismo a su paso.

Gabriela Solorio Naiza

Léxico familiar (Natalia Ginzburg)

Editorial Lumen

Traducción del Italiano: Mercedes Corral

Número de páginas: 266

La campana (Iris Murdoch)

Leer a Iris Murdoch (1919-1999) es también dejar de lado la resistencia que erigimos ante cualquier otro, aquello que nos vemos llamados a montar como muestra o expresión de lo que llamamos ego. Es  dejar de lado el impulso que nos lleva constantemente a transformar lo que está cerca de nosotros para disponernos a un estado pasivo-activo, tenderse voluntariamente en la yerba húmeda para sentir las gotitas frías que se abren paso hasta nuestro cuerpo, y lo hacen vivo. Alguien me replicará diciendo que toda lectura implica cierta inercia, pero con Murdoch no se trata de dejarte llevar, sino que ella te arrastra como cuando un impetuoso río desbordado toma sin reparos hierbajos, rocas, vergeles y hasta tejados. Es que con Murdoch resulta imposible proyectarse en los hechos, no sabes qué es lo que va a suceder y, por lo tanto, no sabes dónde vas a terminar… Te conduce por los rincones más insólitos del ser humano –y que, mira tú, terminas reconociéndolos– pasando por acontecimientos, a veces insólitos, a veces dramáticos, pero que, como en la vida, poseen cierta iridiscencia que permite que no caigamos en la auto-conmiseración; y, de pronto, te sorprendes a ti misma quebrando el cristal del silencio con una carcajada. Y tomas el libro entre tus manos, lo cierras con delicadeza –como lo harías con un pájaro– porque no quieres que se te escape aquello que no puedes decir con palabras.

Murdoch, más que novelista, es una gran intelectual, una de las más grandes, y su obra literaria, desde mi punto de vista, es comparable a la de Shakespeare y Dostoyevski. Estar frente a ella es estar de pie frente a un titán, alguien inconmensurable, que ha sido capaz de dar a los personajes un ser que constantemente pone a prueba. Como en las obras de aquellos grandes genios literarios, sus personajes poseen verdadera libertad, son seres con personalidades propias –sumamente complejas–, que actúan autónomamente de acuerdo con ellas. Es decir, son como encarnaciones y no meras representaciones, y Murdoch es la diosa que observa, sin involucrarse, con su cuaderno en la mano… Unas veces, parece oírsele reír… Otras, tomar nota –con gesto circunspecto– sobre aquellos actos que revelan la tensión entre la proyección ideal que hacemos de nosotros mismos, guiados por imperativos o prohibiciones, y aquello que ni notamos, pero que nos pertenece como algo muy profundo y arraigado, que nos conduce a andar dando traspiés, uno tras otro, a cometer “sin intención” acciones que pueden ser catalogadas como moralmente “malas” y con severas consecuencias.

Lo que Murdoch entendió –y que manifiesta en La Campana (1958)– es que la base moral sobre la que se sostiene la sociedad contemporánea occidental es profundamente religiosa, a pesar de que ésta (la religión) ya no tiene lugar. Murdoch explora tanto la dislocación entre el imperativo religioso del amor al prójimo –que roza la perfección– y el amor posible humano, así como las dificultades de la gente para situarse empáticamente respecto a los demás y actuar con responsabilidad. La Campana no es una crítica pesimista a la búsqueda de la virtud; más bien, en esta novela Murdoch indaga acerca de las posibilidades que tenemos para lograr una simple convivencia armoniosa en medio de un mundo donde las directrices morales han desaparecido.  

Siguiendo estos presupuestos, Murdoch reúne a sus personajes –por demás variopintos– en la comunidad laica de Imber-Court, a la sombra de un monasterio benedictino de monjas de clausura. Esta comunidad tiene su sede en una casa heredada por el ex-maestro Michael Meade, en la que ha establecido este enclave secular-religioso, dejando atrás voluntariamente todas las comodidades de la modernidad para adentrarse en una vida austera y autosuficiente. El lago profundo de aguas negruzcas domina el paisaje y juega un papel mágico de espejo, de donde emerge la dualidad: presencias similares, los actos errados repetitivos, la sensación de déja vu… la aparición de una campana de la abadía medieval perdida en sus profundidades hace cientos de años, supuestamente como consecuencia de una maldición por el amor prohibido entre una moja y un joven que solía visitarla….

En este espacio intermedio, situado entre la abadía (que está fuera del mundo) y la ciudad de Londres (el mundo), es donde Murdoch ha elegido escenificar, con ingenio y humor, temas como el de la espiritualidad, el amor y el sexo. Michael, un personaje muy interesante, homosexual y con expectante aspiración al sacerdocio, se ve a sí mismo, y con pesar, involucrado nuevamente en una relación con un muchacho joven. Parecemos ser partícipes de un juego tramposo, en el que son enormes las posibilidades de que se yerre dos veces, así se procure llevar una vida hasta cierto punto iluminada, así uno pretenda seguir al pie de la letra los preceptos religiosos. Y la culpa no soluciona nada, la culpa se lleva dentro y es más una carga espiritual que no nos sirve para solucionar los vínculos ya rasgados. Murdoch parece sostener cierta visión pesimista respecto de la trascendencia del ser humano, parece sugerir la idea de que somos “juguetes” no solo del destino sino de nosotros mismos. No obstante, Murdoch plantea que, si bien nunca seremos perfectos, la redención es posible en el hacer intento de la perfección. Recordemos que la abadesa aconseja a Michael en su época de crisis: “[…] que, en última instancia, todas nuestras fallas son fallas de amor. No debe condenarse y rechazarse el amor imperfecto, sino tratar de perfeccionarlo. El camino siempre va hacia adelante, nunca hacia atrás”. Es decir, “solo podemos aprender a amar amando” (pág. 286).  

Pero, si ya no hay certezas ¿bajo qué guía podemos llevar la expresión de que “la práctica hace a la perfección”? ¿Dónde podemos encontrar el ancla o el punto focal que nos permita trazar ese camino? Es allí donde tiene que aparecer Dora, la esposa errante que vuelve junto a su marido, un académico dominado por sus celos, a continuar su vida “embrutecedora”. Dora, en una de sus huidas a Londres, acude a la National Gallery, donde, vive tal experiencia fascinante, que vale la pena mencionar. Dora llega a la National Gallery no porque haya tenido intención especial de ir, sino porque buscaba el lugar adecuado para poder pensar tranquila, un santuario acogedor. Con una especie de gratitud, Dora observa el retrato de las dos hijas de Gainsborough, se maravilla y su corazón “se llenó de amor […]. Pensó que allí por fin había algo real y perfecto” (pág. 232). Murdoch escribió alguna vez que “el amor es la comprensión extremadamente difícil de que algo más que uno mismo es real”. El amor, y a través de éste, el arte y la moral, son la comprensión de que algo más es real en el mundo. Aquella posibilidad abierta de encontrar la guía de la perfección moral en el arte más allá de la religión o la ley, y no como un imperativo, es lo que mantiene aún la esperanza en su obra.  Dora encuentra en el arte el punto focal que le permite generar cierta empatía imaginativa hacia otros que no comparten con ella una forma específica de fe, sino que avanzan junto con ella, como pueden, oscilando y fallando, frustrándose antes sus fracasos, aprendiendo a amar, amando.

Gabriela Solorio Naiza

La campana (Iris Murdoch), Alianza Editorial, 1983

Traducción: Flora Casas

Número de páginas: 383

Las palabras de la noche (Natalia Ginzburg)

¿Cómo habrá sido de feroz la guerra que las historias –antes de que la guerra devaste todo lo que toca– de vidas resignadas, cuyas almas se iban apagando de a poquitos porque no quedaba más, son percibidas, luego, con melancolía, como si en ellas habría fulgurado aquella felicidad que se sospecha, ahora, imposible? Historias de matrimonios sin amor; mujeres que ven por la ventana hacia aquel jardín lleno de coles, anhelando con todas sus fuerzas escapar de la vida de casadas para volver a la casa materna y escuchar la risa de las hermanas solteras; mujeres que viven en silencio tras los muros de sus residencias; mujeres que disponen su esperanza lánguida al mandato matrimonial…  Esas historias pertenecen al tiempo perdido y, por tal motivo, se las evoca con nostalgia. No es que haya una contradicción y se pretenda volver a un pasado en el que pesaba tanto la tradición familiar que una debía sujetarse a ella, así una se condene a vivir en el hastío. Lo que pasa es que cuando se mira hacia el pasado perdido, aquella materia densa, llena de risas infantiles, con sus ambigüedades y matices, uno lo hace sin una perspectiva crítica, porque lo observa con complacencia, con afecto, porque forma parte de uno, porque así como fue, con sus defectos y sus risas —con nuestra madre gritando que le sirvas la leche a tu hermano (de doce años) porque está pequeñito y porque eres la hermana mayor— es perfecto, y en el momento en el que somos conscientes de su pérdida, deseamos aunque sea recuperar un pedacito de su aroma.

Creo no poder entender la dimensión de una guerra —me imagino que es algo tan vasto… Un viento colosal y yermo que arrasa, retuerce y arranca de raíz lo que encuentra a su paso. En Las palabras de la noche se manifiesta como una fuerza devastadora que alcanza a las familias de un pequeño pueblo, mutilándolas, destruyendo sus historias… Alcanzando incluso lo más íntimo y hondo de cada quien, dejando una marca profunda que parece sentenciar que la felicidad se ha perdido. La guerra abre una profunda zanja en el tiempo; y desde el otro abismo, desde lo irrecuperable, se construye el relato. Ya es imposible volver a abrazar aquella vida simple de pueblo, hemos sido expulsados de la inocencia y los tiempos nos empuja a movernos. 

¿Por qué se ha echado a perder todo, todo?

El relato me incita a cuestionarme si es posible —después de todo lo acontecido en la Segunda Guerra Mundial— volver a reconstruir la historia, y cómo hacerlo. Parece que una historia de amor entre dos jóvenes se comienza a esbozar, pero el peso de lo vivido es tal, que atrapa en el fango toda posibilidad. El error está en la obstinación de vivir de la misma manera, de procurar una reconstrucción idéntica del tiempo pasado. ¿Dónde está la permanencia, entonces? Si el mundo se ha movido, si los pueblos se han destruido, si la propia gente ya no es capaz de enfrentarse a la vida, si la huella de la muerte está a espaldas de tu casa donde han asesinado a Nebbia, tu amigo de la infancia; si el fascista ha dejado de ser fascista y no puede salir de su escondite porque tiene miedo… Quizá sea el espacio familiar el único resquicio donde es posible volver a comenzar… En los diálogos triviales aún permanece lo simple y bello de la vida cotidiana, en la voz de la madre  —aunque por momentos se trate de un monólogo que procura ordenar y controlar todos los acontecimientos, imponiendo su punto de vista— parecen sostenerse los vínculos de afecto que nos podrían salvar de caer en la desesperación.

La felicidad se presenta como un destello sospechoso… Algunos personajes parten del pueblo con la idea de comenzar una nueva vida, con la esperanza de volver a ser felices. No obstante, Ginbzburg parece sugerir que la felicidad, como la proyección de algún ideal, es una trampa. La felicidad no está en la posibilidad, no es potencia, no se aloja en el futuro, no podemos controlarla y alcanzarla, aunque esto sirva de consuelo para muchos… Pues la felicidad parece anidar en el pan con mantequilla, en el vuelo de la mosca… La felicidad es una burla, estaba presente en nuestras vidas, y nosotros ni la habíamos notado.

—La felicidad —le dijo él— siempre parece mentira, es como el agua, y se comprende sólo cuando se ha perdido.

Gabriela Solorio Naiza

Mosko-Strom (Rosa Arciniega)

Mosko-Strom (1933) es una de las primeras obras de la prolífica escritora peruana Rosa Arciniega (1909-1999), recientemente re-editada en Perú por Pesopluma. Es una novela que plantea una distopía, situada en una época —fácilmente comparable con nuestro tiempo— en que los hombre se han rendido al poder de la máquina, en que grandes fábricas albergan a miles de obreros que, deshumanizados, cumplen su labor milimétricamente, padeciendo los embates de una vida que se ha vuelto servil a la producción en masa. Tenemos aquí, en toda su expresión, a la masa alienada, el hormiguero perfectamente obediente, instrumento para la realización del supuesto y poderoso paradigma del progreso. Max Walker, el personaje principal, observa, en un primer momento, emocionado, “voluptuosamente satisfecho”, cómo las máquinas ejecutan movimientos perfectamente calculados, en confluencia con la hilera de hombres inmóviles, clavados, con los ojos fijos y el pensamiento en el vaivén de las máquinas, dando forma a aquellos “esqueletos con líneas airosas de las carrocerías”, inyectándoles de vida, “gestando” automóviles de diferentes tipos y tamaños, de perfecto acabado, y dispuestos para la exportación.

La novela es una ostentación literaria debido a la elaborada prosa de la que hace gala Arciniega, una verdadera arquitecta de figuras e imágenes metafóricas; este sello tan especial de la novela lo podemos apreciar en la siguiente descripción de la “Gran Avenida”, la que aparece como si fuera una auténtica cortesana de “Cosmópolis”:

Era el suyo quizá un lujo demasiado ostentoso, demasiado chillón y llamativo, como el de toda buena prendera llegada a rica antes de tener tiempo de pulirse en la escuela de la elegancia; pero no por eso menos valorizado en la autenticidad de sus joyas. Brillantes, rubíes, esmeraldas… Luz… Luz…. Todas las fosforescencias del iris trepando por su pecho, enroscándosele al cuello, desparramándose en cascadas por su pelo, frente y orejas. (p. 164)

“Cosmópolis” —el nombre de la ciudad— es un mundo de hombres, ellos manejan las ideas y las discusiones, ellos llevan en sus manos el timón que dirige el mundo… Lo femenino está reducido al ambiente, al telón de fondo, a la “Gran Avenida”, a la fórmula matemática que espera extendida sobre la mesa de Max Walker, indomable, rebelde, “como una amante que solo a fuerza de repetidas caricias y ruegos va descubriendo poco a poco sus virgíneas reconditeces”. La mujer es representada en la oquedad, superficie dura y misteriosa, empleada de hogar o secretaria, la eterna insatisfecha sin rumbo, de vida errática e inmoral. Así, el mundo de las ideas en Mosko-Strom y los dilema sobre la naturaleza humana le pertenece a los hombres, ellos arrastraron a “Cosmópolis” hasta los violentos remolinos que, como el “Mosko-Strom” del mar de Noruega, poseen una fuerza extraordinaria que a manera de un vórtice furioso y aspirante, amenaza con tragarse, ya no barcos, sino a la humanidad entera.

Para ser sincera, mi lectura de Mosko-Strom estuvo cubierta de dudas, no por la riqueza literaria de la obra que, como ya he mencionado, resalta a viva luz, sino por la huida constante que me provocaba como lectora, por lo difícil que se me hizo seguir a los personajes —a los que francamente encontraba detestables y rígidos. Por un momento pensé que era el spleen pandémico que, nuevamente, no me dejaba avanzar más que a trompicones, y que en este momento no era merecedora de esa prosa tan altiva. No obstante, luego de reflexionar largamente, creo encontrar un problema —no una falla— que desafía a mi gusto literario. Y es que aquí hay una novela de ideas. La autora plantea una tesis a partir de la discusión de, básicamente, tres ideas encarnadas en cada personaje: el mecanicismo de Max Walker, el escepticismo de Jackie Okfurt y el idealismo humanista del profesor Stanley. Son tres personajes que se estructuran de acuerdo a la idea que representan, que encarnan, que explican una y otra vez para justificar la vida que han asumido de acuerdo con ella. La extensa explicación de los hechos me parece, hasta cierto punto, reiterativa y agotadora. A mi modo de ver, el valor de la obra radica, más allá del virtuosismo literario de la autora, en su agudeza para dar cuenta de que el ser humano es demasiado débil para ser libre. O como sugería Iván Karamázov, en su poema El Gran Inquisidor: el hombre, débil y vil como ha sido creado, no pueden soportar la carga de la libertad. El hombre está siempre dispuesto a sujetarse al milagro, al misterio o a la autoridad, tres fuerzas que pueden vencer y cautivar su conciencia. Y esta disposición a la sujeción ha hecho posible que el ser humano pase de someterse tan fácilmente de la Iglesia a la Idea, sea cual fuere ésta. En Cosmópolis, la masa creciente está enteramente desarraigada, ya no tiene lugar la religión, pero está sujeta a la idea del progreso, del crecimiento desmesurado, del dinero y el placer. Los obreros acuden puntualmente a la fábrica como seres serviles, sin otro pensamiento que el de no perder el ritmo que le impone el movimiento preciso de la máquina. Ninguno se salva, ni siquiera Jackie Okfurt que constantemente denuncia y se opone la situación de caos en que la humanidad ha caído, pues termina aceptando: “Nos hace falta un Dios. Nos hace falta poner una meta más allá de una tumba”.

Gabriela Solorio Naiza

La leyenda de una casa solariega (Selma Lagerlöf)

Obras imprescindibles de Selma Lagerlof > Poemas del Alma

Anhelando que llegue el momento de las travesías, de decirle adiós al que yo consideraba el asfixiante abrazo familiar… Anhelando cada comienzo (con la inocencia que aparta el miedo) no pude reparar en “ligerezas” que ahora manifiestan su peso hondo, eso apelmazado que queda atrás, lo ya perdido, y que ahora me lleva a escudriñar en cada objeto y buscar aquella caricia plena de recuerdos (la que convierte a una vieja taza amarillenta y ajada, en la única muestra palpable de la existencia que la tuvo en sus manos cada mañana)… Como si los objetos pudiesen mantener dentro suyo algo de la esencia de la persona que los usó cada día, que los llevó consigo hasta impregnarlos de esa huella impalpable que nos llena de nostalgia. El objeto es la presencia que lleva el impulso que nos lanza hacia el recuerdo, pero es también la única manifestación, la única afirmación de lo que ya no existe. La leyenda de una casa solariega se desliza en ese camino. Hay una casa que se arraiga tan fuerte en el pecho de Gunnar Hede, que le resulta insoportable la sola posibilidad de perderla. Una casa impresionante, en medio de un campo yerto, con aires fantasmales, impresa de sueños y terrores: “Una vieja heredad, en la que nada parecía florecer, era, no obstante, un terreno fértil para los sueños”. 

En una línea paralela -la de la realidad- Selma Lagerlöf, cuando ve subastada la casa de su infancia (Mårbacka) a la muerte de su padre, se promete a sí misma volver algún día a Värmaland y recomprarla. Sabemos que lo logró en 1907, dedicándose a la docencia y a la escritura, una empresa casi imposible -la de hacer dinero y ahorrar- para una mujer soltera de fines del siglo XIX, cuando aún ni siquiera teníamos derecho al voto. Pero cuando escribió La leyenda de una casa solariega (1899), Selma aún estaba acompañada por la desdicha que había supuesto el haber perdido aquel lugar extraordinario, donde su familia se sentaba junto a la estufa para leer en voz alta a Runeberg y a Tegnér, donde aprendió a leer junto a sus hermanas, donde escucho maravillosas historias y leyendas de la voz de su abuela paterna, Lisa Maja Lagerlöf. 

Gunnar Hede, el estudiante protagonista de La leyenda de una casa solariega, y alter ego de Selma Lagerlöf, deja lo que más le apasiona -tocar el violín- para dedicarse a recorrer pueblo tras pueblo, como comerciante, y juntar el dinero necesario para salvar la casa familiar. No obstante el empeño que puso a su empresa, como suele suceder en la vida -cuando lo planificado parece verse encaminado- el sinsentido se impone, y a veces lo hace, de la forma más terrible que podamos imaginar. Eso terrible se resume en una escena: la de cientos de cabras agonizando bajo una suave capa de nieve que las va cubriendo. Eso, que es incomprensible, tan grande y amorfo que se sedimenta en la vida como barro, es el ser testigo del padecer de un ser inocente. No hay sacrificio aquí, es la muerte y el dolor sin sentido lo que se impone. El sin sentido se apodera del estudiante, se apodera la bruma, la locura… En la otra orilla, una jovencita huérfana, se propone salvarlo. Los recuerdos forman constelaciones que se crean con cada vivencia, con cada vínculo con los seres humanos… Las personas de tu vida se disponen como luminarias que evitan que te difumines, que te pierdas de ti mismo, que la bruma oscura caiga sobre ti. La leyenda de una casa solariega parece figurarse como un cuento de hadas por su estructura clásica y por la voz narrativa, tan familiar. Sin embargo, va más allá e indaga en las profundidades del ser humano, en aquello siniestro que nos amenaza constantemente, en los vínculos familiares, en el azar, en el arte, y todo ello, en medio de imágenes sobrenaturales y descripciones notables de paisajes suecos que la genial Selma Lagerlöf cimenta con esta narración.


Gabriela Solorio Naiza

Oversight (Melissa Ginsburg)

Urban Light Tokyo. 2017 – Keiichi Ichikawa
Descuido

Nuestros temas eran lindos. Manteníamos

nuestra distancia. Preparábamos desapego
en botellas. “Manteníamos nuestra distancia”

es una anécdota. Su nombre

es Anécdota. Nació en el estudio.
Jaulas, botellas. Libros por doquier.

Era nuestra favorita / nos prohibió

que la viéramos. Ella era la musa
para las botellas etiquetadas con “Distancia” 

de las que bebíamos. Que no podíamos

prescindir. Enterramos los resultados;
estaban muertos. No nos fue muy

penoso. Gracias

al desapego. Nuestra hipótesis soportó
una foto. Correctores, broches. 

Traducción: Roberto Zeballos Rebaza

Oversight

Our subjects were nice. We kept

our distance. We brewed detachment
in bottles. “We kept our distance”

is an anecdote. Her name

is Anecdote. She was born in the study.
Cages, bottles. Books all around.

She was our favorite / forbid us

to see her. She was the muse
for the bottles marked “Distance”

from which we drank. Could not

get by without. We buried the results;
they were dead. It was painless

for us. Thanks

to detachment. Our hypothesis held up
a snapshot. Braces, barrettes.

Heavy Threads (Hazel Hall)

Tarkovsky Polaroid
Hebras pesadas

Cuando el amanecer se deslía como un rollo de cinta
Arrojado a través de mi ventana,
Sé que las horas de luz
Están a punto de lanzarse contra mí
Como agujas omnívoras sobre un ocioso paño,
Enhebradas con los densos colores del sol.
Parecen ellas ya demasiado ansiosas,
Para bordar este negocio mío,
Mi Día,
Con los estrictos patrones de un antipendio;
O al menos para confeccionar una prenda útil.
Pero sé que no harán nada parecido.
Van a dar puntadas de hilván
Y cuando hayan terminado
Se verá algo como la frazada de retazos que mi abuela se hizo
Cuando estaba aprendiendo a coser.  
Heavy Threads

When the dawn unfolds like a bolt of ribbon
Thrown through my window,
I know that hours of light
Are about to thrust themselves into me
Like omnivorous needles into listless cloth,
Threaded with the heavy colours of the sun.
They seem altogether too eager,
To embroider this thing of mine,
My Day,
Into the strict patterns of an altar cloth;
Or at least to stitch it into a useful garment.
But I know they will do nothing of the kind.
They will prick away,
And when they are through with it
It will look like the patch quilt my grandmother made
When she was learning to sew.

Traducción: Roberto Zeballos Rebaza

Poema tomado de https://poets.org/poem/heavy-threads.

Create Desire (Karen Volkman)

Imagen: Piccsy.com
Crear Deseo

Alguien iba a la busca de una Forma de Fuego.
Con ojo de pájaro, el viento vigilaba.
Cuatro ciervos en un prado desastrado.
Como si fuera simplemente azar, una augusta mirada.

¿Qué es seis y seis y dos y diez?
Hora de que mi ojo me duela, mi corazón tiemble, por cierto.
Confundir limo con limón.
Vestida de cobalto, carbón, cardo – y control.

Si tuvieran más, necesitarían menos.
Una proposición del lógico bizco.
Parece que estamos en ley, parece que estamos mal.
Pesarosa determinación, ¿eres clima?, ¿eres rueda?

Oro con un centro de ceniza.
Pequeña astilla azul danzando a la luz de la aparición.
Amante, chica de mayo, ¿a quién vas a besar?
La muerte del agua es el nacimiento del aire.
Create Desire

Someone was searching for a Form of Fire.
Bird-eyed, the wind watched.
Four deer in a blowsy meadow.
As though it were simply random, a stately stare.
 
What’s six and six and two and ten?
Time that my eye ached, my heart shook, why.
Mistaking lime for lemon.
Dressed in cobalt, charcoal, thistle—and control.
 
If they had more they would need less.
A proposal from the squinting logician.
Seems we are legal, seems we are ill.
Ponderous purpose, are you weather, are you wheel?
 
Gold with a heart of cinder.
Little blue chip dancing in the light of the loom.
Mistress, May-girl, whom will you kiss?
The death of water is the birth of air.

Traducción: Roberto Zeballos Rebaza

Ex Machina (Linda Gregerson)

Hans Kruse
Ex Machina

When love was a question, the message arrived
in the beak of a wire and plaster bird. The coloratura
was hardly to be believed. For flight,

it took three stagehands: two
on the pulleys and one on the flute. And you
thought fancy rained like grace.

Our fog machine lost in the Parcel Post, we improvised
with smoke. The heroine dies of tuberculosis after all.
Remorse and the raw night air: any plausible tenor

might cough. The passions, I take my clues
from an obvious source, may be less like climatic events
than we conventionalize, though I’ve heard

of tornadoes that break the second-best glassware
and leave everything else untouched.
There’s a finer conviction than seamlessness

elicits: the Greeks knew a god
by the clanking behind his descent.
The heart, poor pump, protests till you’d think

it’s rusted past redemption, but
there’s tuning in these counterweights,
celebration’s assembled voice.

Ex Machina

Cuando se preguntaba por el amor, el mensaje llegaba
en el pico de un ave de alambre y yeso. La coloratura
resultaba apenas verosímil. Para el vuelo,          

se requería de tres tramoyistas: dos
en las poleas y otro para la flauta. Y uno pensaba
que el ingenio se esparcía como gracia.

Perdida nuestra máquina de nieblas en Correos, improvisamos
con humo. La heroína después de todo muere de tuberculosis.
Remordimiento y el crudo aire de la noche: cualquier tenor creíble

se pondría a toser. Las pasiones –tomo mis indicios
de una fuente obvia– pueda que sean mucho menos meteóricas
de lo que dictan nuestros convencionalismos, pese a que he oído

hablar de tornados que destrozan la segunda mejor cristalería
y dejan intacto todo lo demás.
Hay una certeza mejor que esa que causa la perfecta

consistencia; los griegos sabían de un dios
por el ruido que venía detrás de su descendimiento.
El corazón, triste bomba, protesta al punto que piensas

que está ya corroído sin remedio, no obstante
hay una melodía en estos contrapesos,
la voz articulada de una celebración. 


Traducción: Roberto Zeballos Rebaza

Poema tomado de la página: https://www.poetryfoundation.org/poems/46913/ex-machina-56d22703597f5