Algunas reflexiones en torno a «Cartografía de lo invisible» de Robert Baca Oviedo

En Cartografía de lo invisible se vislumbra la lucha por registrar y, a la vez, responder a ciertas realidades que, si bien se originan en la experiencia individual del sujeto poético, evidencian una condición general compartida por todos nosotros… ¿Podemos hablar de una condición del “ser peruano”? Más allá del fracaso en la construcción de la nación o, siguiendo a Teo Pinzás, más allá de mostrar con incomodidad el “estigma de nuestro fracaso” ―en el texto se cuestionan los errores que arrastramos desde la colonia―, el poemario nos sugiere una imagen devastadora como expresión de la condición del “ser peruano”; imagen que es una hendidura desde la que se puede “abrir la corteza” del poemario:

La de una mujer siendo alcanzada por un proyectil acuático en medio de tanquetas y policía

El sujeto poético recuerda así un evento de su niñez, el de su madre escapando del “rochabús” en una calle del centro de Arequipa, en los convulsos años noventa. Es que lo aparentemente insignificante y lo terrible van de la mano. Creo vislumbrar aquello que nos une: “el resorte oscuro”, “el hilván invisible”. El texto sugiere ―medio con rabia, medio con indignación― que se trata de nuestra desoladora condición de precariedad. Con un tono que oscila entre lo profético y lo personal, sin caer ―felizmente― en la grandilocuencia, Robert Baca señala aspectos desgarradores del pasado en que lo precario y la muerte se convierten en un espacio común… el espacio compartido.

La “cartografía” de Baca no es espacial o, por lo menos, el recorrido geográfico se hace inviable. Aquellos parajes de la ciudad de Arequipa se tornan caminos erráticos, sin rumbo, vacíos de aquellos símbolos tradicionales de una Semana Santa que acontece tras un velo ya rasgado, y que muestra todo lo que tiene de lastre, “la falsa máquina con motor de sillar”. Ello sugiere el desgaste de aquello a lo que uno puede sujetarse cuando mira hacia atrás en el tiempo. Nuestra identidad está fracturada. El poemario, denso como un corte geológico, con una serie de trazos que coexisten enhebrados en este devenir informe, presenta algunas marcas temporales, como hitos que se sitúan básicamente en los años noventa: la muerte de Mónica de Santa María, el accidente del avión de la compañía Faucett, las esterilizaciones forzadas… Hebras que marcan un pathos que, medio enrevesado, arrastramos todos… Un elemento que de algún modo nos “templa” la vida y, con ello, nuestro acontecer… ¿Nuestro destino ya marcado?

La “cartografía” recorre el decurso de la memoria. El sujeto poético vuelve a sus recuerdos, para recordarse, para recordar-nos. Las palabras se entretejen con hermosas imágenes, que, lejos de “estetizar” la muerte y el dolor, nos sumergen en las profundidades de nuestra tragedia, sin caer en la conmiseración (Baca maneja con destreza las imágenes de muerte y desolación evitando que se desborden). El poemario no se hunde en lo trágico. Ante la ausencia de un punto focal ―que sería igual a caer en la desesperación― desde el cual uno pueda dirigirse hacia el devenir, sugiero una figura necesaria, que permite erigir un trazo ―que es posibilidad: José Manuel, el abuelo del autor…

Hermosa apacheta, un montón de piedras guiando la ruta que la poesía nos traza.

Parafraseando a Arguedas en La caída del ángel (1962), una cosa es el infierno de Dante, donde el hombre viviría sin la esperanza que alienta la vida; y otra cosa es vivir en la miseria, con martirio, pero donde la esperanza pervive.

El sujeto poético recurre constantemente a la memoria personal, a la de sus vivencias; estas guían el tejido de este tapiz que, medio a trompicones, medio entre susurros, enfatiza la necesidad del otro, para adquirir existencia. José Manuel, como punto focal donde la esperanza pervive, ancla el recorrido del sujeto poético, y permite abrir la posibilidad: ¿hacia dónde? La poesía no tendrá la respuesta…

Dentro de sus inherentes ambigüedades, Cartografía de lo invisible sugiere el retorno a lo primordial: ¿una ensoñación? La “Oración a Juan Santos Atao Wallpa” se instala dentro del pensamiento utópico andino. Mas no sugiere la restauración de la antigua sociedad incaica, ni plantea enfáticamente un cambio del orden de jerarquías, ni un vuelco de órdenes de dominación de explotados a explotadores… Sino, creo, algo completamente diferente. El poema, marcado por un tono de mesianismo telúrico, hace alarde de una voz colectiva híbrida (humana/no-humana), cuya fuerza dará cabida a la “furia verde que amenaza con tragarse a todo el Perú desde el Monte”; la imposición de la naturaleza sobre todo lo que se conoce como civilización. Una visión que rompe con la teleología de la historia, un volver al inicio de los tiempos, una caída que restablece, un mensaje cifrado que ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.

Sin duda, el poemario de Robert Baca es, tomando las palabras de Eagleton (2007), la “expresión de la certeza de que el lenguaje no nos separa de la realidad, sino que nos ofrece un acceso más profundo a ésta”.

Gabriela Solorio Naiza

Cartografía de lo Invisible (Robert Baca Oviedo)

Aletheya, 2021.

El fragor del agua (José Giménez Corbatón)

Hace ya mucho tiempo me encontré en una mesa de saldos con este libro de cuentos. Sólo el nombre de Mario Muchnik me hizo comprarlo, pues no tenía idea de quién era José Giménez Corbatón, o de qué trataban sus relatos. Estos, desde diversos ángulos, voces y tiempos, se ocupan del mundo rural aragonés, de su gente y su geografía, del proceso de su desaparición. Es tentador ponerse a pensar en la cantidad de coincidencias que deben ocurrir para que un libro así se presente, de pronto, en la vida de uno, tan al alcance de la mano. Un libro que verdaderamente contiene un mundo –quizá, más bien, la ausencia de ese mundo, de unas formas de vida, de trabajo rural, de habla regional, de objetos únicos; y que lo haga de una manera tan vívida, intensa, total.

¿En que consiste la maestría literaria? Pocas semanas atrás estuve leyendo unos relatos formalmente complejos, estilísticamente impecables. Al mismo tiempo terriblemente vacíos, en el sentido de que las situaciones y conflictos propuestos eran blandos, sin densidad humana, quizá un poco ingeniosos, delatores de cierto cinismo, una leve nostalgia, pero nada más. El de Giménez Corbatón es un libro que, por el contrario, podría suscitar el comentario de que en él se han empleado algunos puntos de vista y formas literarios quizá ya algo manidos, que acusan una falta de novedosa complejidad o de artificio. Pero precisamente la destreza de este autor consiste en no permitir que algún artificio formal distraiga de la revelación de este universo de los masoveros, de los cuenqueros, de sus casas con solanares y de campos con sus masicos, de sus sobrevivientes, de sus descendientes, esta realidad tan puramente tangible, casi sensible, que los relatos proponen.

La fuerza que tiene esta revelación sobrepasa cualquier cortedad que uno quiera ver en esos otros aspectos de la narración, al punto de que esta verdadera restauración de eso otro que fue lo sobrepuja todo, se instala con su conmovedora ausencia en el centro de cada uno de las distintas narraciones que componen este volumen. Su lectura me ha permitido pensar que la verdadera maestría del creador literario consiste en saber emplear los medios más comunes de la ficción de manera que tenga lugar esta forma tan pura de manifestación de lo real, que es como una lazo sencillo y directo entre el que lee y aquello que fue alguna vez y ahora es ruina, o tal vez sólo paisaje o memoria, sin la mediación de una voz que llama la atención hacia sí misma, hacia su hacer, hacia su presencia, a veces estéril, opaca.  

Roberto Zeballos Rebaza

El fragor del agua (J. Giménez Corbatón)

Anaya & Mario Muchnik, 1993.

Léxico familiar (Natalia Ginzburg)

La intimidad familiar no solo tiene su raigambre en aquellas frases a las que indisolublemente se unen la infancia y la juventud sino que, además, se re-crea a través de ellas. De allí que Ginzburg diga: “Somos cinco hermanos. Vivimos en distintas ciudades y algunos en el extranjero, pero no solemos escribirnos. Cuando nos vemos, podemos estar indiferentes o distraídos los unos de los otros, pero basta que uno de nosotros diga una palabra, una frase, una de aquellas antiguas frases que hemos oído y repetido infinidad de veces en nuestra infancia […] para volver a recuperar de pronto nuestra antigua relación y nuestra infancia y juventud”.

Se trata de una serie de expresiones que quedan atascadas en el tiempo y que señalan la manera particular de “ser” de una familia. Esas palabras que, como “jeroglíficos de los egipcios o de los asirios-babilónicos”, sobreviven a la corrosión del tiempo. Palabras escogidas por el contexto en el que surgieron y la interpretación que se les dio, y luego repetidas a cada momento por la madre o el padre, quienes le dieron un sentido que solo puede ser reconocido por aquellos que participaron del acontecimiento en el que emergieron. Natalia Ginzburg nos hace partícipes de este vocabulario familiar, íntimo, el que parece querer anotar en piedra para que no se desvanezca, para que aquel espacio aterciopelado se re-cree rebasando el devenir del tiempo. Y esta es la hebra que une a la historia de la familia de Ginzburg, el “léxico familiar”, o el repaso casi obsesivo por la memoria de la escritora desde que tuvo cinco años —como una observadora que retiene las palabras, las repite, las procura atrapar, para que ellas no escapen, para que no desaparezca el recuerdo que se vio amenazado por el fascismo y la Segunda Guerra Mundial— quien parece decirnos que todo termina, no con la muerte, sino con el olvido.

Léxico familiar es un palimpsesto de historias que se entretejen alrededor de la familia Levi, donde la escritora asume el rol de espectadora desde una arista casi invisible. Natalia Ginzburg narra la interacción tan particular que tiene lugar, dentro de su familia, entre su padre Giuseppe, su madre Lidia y sus hermanos… La rutina, los rituales, las discusiones y contradicciones. La familia Levi tiene mucho de cualquier familia, excepto que como trasfondo se encuentra la Italia de Mussolini, que hace desaparecer a sus detractores, y la persecución inminente de los judíos, que se torna una amenaza cada vez más cercana. Pero la narración continúa y la Guerra es narrada, desde el espacio doméstico, hasta el fin, donde el propio “léxico familiar” se erige como una trama de resistencia contra el fascismo —además de ser testimonio de los muertos y desaparecidos que en algún momento se articularon con la familia Levi.

En Léxico familiar, Ginzburg hace un ejercicio de memoria allí donde ya no eran posible las palabras. Ante la ausencia de la palabra y el mutismo de la guerra, el “léxico de la familia” es un elemento de vitalidad, es lo que cohesiona, lo que hace vivir a los espectros, es el germen de vida que permanece para hacer frente al páramo que dejó el fascismo a su paso.

Gabriela Solorio Naiza

Léxico familiar (Natalia Ginzburg)

Editorial Lumen

Traducción del Italiano: Mercedes Corral

Número de páginas: 266

Desertion (Gurnah)

Mucho tiempo atrás, sin saber siquiera quién era Abdulrazak Gurnah, me compré este libro por un precio verdaderamente irrisorio, mientras cruzaba un puente, camino de alguna parte… Quizá me llamó la atención la foto de la tapa, con esa clase de puerta que se parece a la que tantas veces he visto en mi ciudad; quizá porque lo había editado Bloomsbury y pensé que cabía esperar algo bueno, lo que resultó siendo verdad.

Este es un libro reticente, comedido, pero que va adquiriendo de a pocos una tristeza desasosegante, hasta hacerse a veces insoportable. Quizá ello es efecto de la manera en que el autor ha propuesto un relato al que, más adelante, una segunda narración, en otro plano, desmonta completamente, dejando a la vista sin embargo los hilos que vinculan a ambas, unos hilos retorcidos, dolorosos. Pero también es el efecto de un lenguaje que se mide siempre para no caer en el patetismo, que trata de mostrarse eficaz, ecuánime, un rasgo que se mantiene aun cuando la narración pasa de la tercera a la primera persona, o de un personaje a otro, de un contexto a otro. Estas distintas estrategias, estos contrastes, terminan siendo al final desoladores. De esta forma casi un siglo de historia se condensa en pocas páginas, una historia en la que, como no podría ser de otra manera, el colonialismo y la migración tienen un rol particular, ya que portugueses, chinos, árabes, indios y finalmente británicos, cada cual a su manera, han pasado, se han quedado, han dejado una huella imborrable en este lugar de la costa oriental africana del que provienen los personajes de la novela.   

Mucho he aprendido de esta lectura, también porque me ha obligado a mirar el Atlas, a averiguar en otras partes para tener una mejor idea de la situación política e histórica en que tienen lugar los acontecimientos. ¿Si algún día se lo traduce al español quizá se pongan algunas notas a pie de página para orientar mejor al lector? Pero yo sobre todo me he quedado pensado cuánto hubiese esperado para leerlo si es que el Nobel no se lo daban este año a Gurnah.

Roberto Zeballos Rebaza

La campana (Iris Murdoch)

Leer a Iris Murdoch (1919-1999) es también dejar de lado la resistencia que erigimos ante cualquier otro, aquello que nos vemos llamados a montar como muestra o expresión de lo que llamamos ego. Es  dejar de lado el impulso que nos lleva constantemente a transformar lo que está cerca de nosotros para disponernos a un estado pasivo-activo, tenderse voluntariamente en la yerba húmeda para sentir las gotitas frías que se abren paso hasta nuestro cuerpo, y lo hacen vivo. Alguien me replicará diciendo que toda lectura implica cierta inercia, pero con Murdoch no se trata de dejarte llevar, sino que ella te arrastra como cuando un impetuoso río desbordado toma sin reparos hierbajos, rocas, vergeles y hasta tejados. Es que con Murdoch resulta imposible proyectarse en los hechos, no sabes qué es lo que va a suceder y, por lo tanto, no sabes dónde vas a terminar… Te conduce por los rincones más insólitos del ser humano –y que, mira tú, terminas reconociéndolos– pasando por acontecimientos, a veces insólitos, a veces dramáticos, pero que, como en la vida, poseen cierta iridiscencia que permite que no caigamos en la auto-conmiseración; y, de pronto, te sorprendes a ti misma quebrando el cristal del silencio con una carcajada. Y tomas el libro entre tus manos, lo cierras con delicadeza –como lo harías con un pájaro– porque no quieres que se te escape aquello que no puedes decir con palabras.

Murdoch, más que novelista, es una gran intelectual, una de las más grandes, y su obra literaria, desde mi punto de vista, es comparable a la de Shakespeare y Dostoyevski. Estar frente a ella es estar de pie frente a un titán, alguien inconmensurable, que ha sido capaz de dar a los personajes un ser que constantemente pone a prueba. Como en las obras de aquellos grandes genios literarios, sus personajes poseen verdadera libertad, son seres con personalidades propias –sumamente complejas–, que actúan autónomamente de acuerdo con ellas. Es decir, son como encarnaciones y no meras representaciones, y Murdoch es la diosa que observa, sin involucrarse, con su cuaderno en la mano… Unas veces, parece oírsele reír… Otras, tomar nota –con gesto circunspecto– sobre aquellos actos que revelan la tensión entre la proyección ideal que hacemos de nosotros mismos, guiados por imperativos o prohibiciones, y aquello que ni notamos, pero que nos pertenece como algo muy profundo y arraigado, que nos conduce a andar dando traspiés, uno tras otro, a cometer “sin intención” acciones que pueden ser catalogadas como moralmente “malas” y con severas consecuencias.

Lo que Murdoch entendió –y que manifiesta en La Campana (1958)– es que la base moral sobre la que se sostiene la sociedad contemporánea occidental es profundamente religiosa, a pesar de que ésta (la religión) ya no tiene lugar. Murdoch explora tanto la dislocación entre el imperativo religioso del amor al prójimo –que roza la perfección– y el amor posible humano, así como las dificultades de la gente para situarse empáticamente respecto a los demás y actuar con responsabilidad. La Campana no es una crítica pesimista a la búsqueda de la virtud; más bien, en esta novela Murdoch indaga acerca de las posibilidades que tenemos para lograr una simple convivencia armoniosa en medio de un mundo donde las directrices morales han desaparecido.  

Siguiendo estos presupuestos, Murdoch reúne a sus personajes –por demás variopintos– en la comunidad laica de Imber-Court, a la sombra de un monasterio benedictino de monjas de clausura. Esta comunidad tiene su sede en una casa heredada por el ex-maestro Michael Meade, en la que ha establecido este enclave secular-religioso, dejando atrás voluntariamente todas las comodidades de la modernidad para adentrarse en una vida austera y autosuficiente. El lago profundo de aguas negruzcas domina el paisaje y juega un papel mágico de espejo, de donde emerge la dualidad: presencias similares, los actos errados repetitivos, la sensación de déja vu… la aparición de una campana de la abadía medieval perdida en sus profundidades hace cientos de años, supuestamente como consecuencia de una maldición por el amor prohibido entre una moja y un joven que solía visitarla….

En este espacio intermedio, situado entre la abadía (que está fuera del mundo) y la ciudad de Londres (el mundo), es donde Murdoch ha elegido escenificar, con ingenio y humor, temas como el de la espiritualidad, el amor y el sexo. Michael, un personaje muy interesante, homosexual y con expectante aspiración al sacerdocio, se ve a sí mismo, y con pesar, involucrado nuevamente en una relación con un muchacho joven. Parecemos ser partícipes de un juego tramposo, en el que son enormes las posibilidades de que se yerre dos veces, así se procure llevar una vida hasta cierto punto iluminada, así uno pretenda seguir al pie de la letra los preceptos religiosos. Y la culpa no soluciona nada, la culpa se lleva dentro y es más una carga espiritual que no nos sirve para solucionar los vínculos ya rasgados. Murdoch parece sostener cierta visión pesimista respecto de la trascendencia del ser humano, parece sugerir la idea de que somos “juguetes” no solo del destino sino de nosotros mismos. No obstante, Murdoch plantea que, si bien nunca seremos perfectos, la redención es posible en el hacer intento de la perfección. Recordemos que la abadesa aconseja a Michael en su época de crisis: “[…] que, en última instancia, todas nuestras fallas son fallas de amor. No debe condenarse y rechazarse el amor imperfecto, sino tratar de perfeccionarlo. El camino siempre va hacia adelante, nunca hacia atrás”. Es decir, “solo podemos aprender a amar amando” (pág. 286).  

Pero, si ya no hay certezas ¿bajo qué guía podemos llevar la expresión de que “la práctica hace a la perfección”? ¿Dónde podemos encontrar el ancla o el punto focal que nos permita trazar ese camino? Es allí donde tiene que aparecer Dora, la esposa errante que vuelve junto a su marido, un académico dominado por sus celos, a continuar su vida “embrutecedora”. Dora, en una de sus huidas a Londres, acude a la National Gallery, donde, vive tal experiencia fascinante, que vale la pena mencionar. Dora llega a la National Gallery no porque haya tenido intención especial de ir, sino porque buscaba el lugar adecuado para poder pensar tranquila, un santuario acogedor. Con una especie de gratitud, Dora observa el retrato de las dos hijas de Gainsborough, se maravilla y su corazón “se llenó de amor […]. Pensó que allí por fin había algo real y perfecto” (pág. 232). Murdoch escribió alguna vez que “el amor es la comprensión extremadamente difícil de que algo más que uno mismo es real”. El amor, y a través de éste, el arte y la moral, son la comprensión de que algo más es real en el mundo. Aquella posibilidad abierta de encontrar la guía de la perfección moral en el arte más allá de la religión o la ley, y no como un imperativo, es lo que mantiene aún la esperanza en su obra.  Dora encuentra en el arte el punto focal que le permite generar cierta empatía imaginativa hacia otros que no comparten con ella una forma específica de fe, sino que avanzan junto con ella, como pueden, oscilando y fallando, frustrándose antes sus fracasos, aprendiendo a amar, amando.

Gabriela Solorio Naiza

La campana (Iris Murdoch), Alianza Editorial, 1983

Traducción: Flora Casas

Número de páginas: 383

Las palabras de la noche (Natalia Ginzburg)

¿Cómo habrá sido de feroz la guerra que las historias –antes de que la guerra devaste todo lo que toca– de vidas resignadas, cuyas almas se iban apagando de a poquitos porque no quedaba más, son percibidas, luego, con melancolía, como si en ellas habría fulgurado aquella felicidad que se sospecha, ahora, imposible? Historias de matrimonios sin amor; mujeres que ven por la ventana hacia aquel jardín lleno de coles, anhelando con todas sus fuerzas escapar de la vida de casadas para volver a la casa materna y escuchar la risa de las hermanas solteras; mujeres que viven en silencio tras los muros de sus residencias; mujeres que disponen su esperanza lánguida al mandato matrimonial…  Esas historias pertenecen al tiempo perdido y, por tal motivo, se las evoca con nostalgia. No es que haya una contradicción y se pretenda volver a un pasado en el que pesaba tanto la tradición familiar que una debía sujetarse a ella, así una se condene a vivir en el hastío. Lo que pasa es que cuando se mira hacia el pasado perdido, aquella materia densa, llena de risas infantiles, con sus ambigüedades y matices, uno lo hace sin una perspectiva crítica, porque lo observa con complacencia, con afecto, porque forma parte de uno, porque así como fue, con sus defectos y sus risas —con nuestra madre gritando que le sirvas la leche a tu hermano (de doce años) porque está pequeñito y porque eres la hermana mayor— es perfecto, y en el momento en el que somos conscientes de su pérdida, deseamos aunque sea recuperar un pedacito de su aroma.

Creo no poder entender la dimensión de una guerra —me imagino que es algo tan vasto… Un viento colosal y yermo que arrasa, retuerce y arranca de raíz lo que encuentra a su paso. En Las palabras de la noche se manifiesta como una fuerza devastadora que alcanza a las familias de un pequeño pueblo, mutilándolas, destruyendo sus historias… Alcanzando incluso lo más íntimo y hondo de cada quien, dejando una marca profunda que parece sentenciar que la felicidad se ha perdido. La guerra abre una profunda zanja en el tiempo; y desde el otro abismo, desde lo irrecuperable, se construye el relato. Ya es imposible volver a abrazar aquella vida simple de pueblo, hemos sido expulsados de la inocencia y los tiempos nos empuja a movernos. 

¿Por qué se ha echado a perder todo, todo?

El relato me incita a cuestionarme si es posible —después de todo lo acontecido en la Segunda Guerra Mundial— volver a reconstruir la historia, y cómo hacerlo. Parece que una historia de amor entre dos jóvenes se comienza a esbozar, pero el peso de lo vivido es tal, que atrapa en el fango toda posibilidad. El error está en la obstinación de vivir de la misma manera, de procurar una reconstrucción idéntica del tiempo pasado. ¿Dónde está la permanencia, entonces? Si el mundo se ha movido, si los pueblos se han destruido, si la propia gente ya no es capaz de enfrentarse a la vida, si la huella de la muerte está a espaldas de tu casa donde han asesinado a Nebbia, tu amigo de la infancia; si el fascista ha dejado de ser fascista y no puede salir de su escondite porque tiene miedo… Quizá sea el espacio familiar el único resquicio donde es posible volver a comenzar… En los diálogos triviales aún permanece lo simple y bello de la vida cotidiana, en la voz de la madre  —aunque por momentos se trate de un monólogo que procura ordenar y controlar todos los acontecimientos, imponiendo su punto de vista— parecen sostenerse los vínculos de afecto que nos podrían salvar de caer en la desesperación.

La felicidad se presenta como un destello sospechoso… Algunos personajes parten del pueblo con la idea de comenzar una nueva vida, con la esperanza de volver a ser felices. No obstante, Ginbzburg parece sugerir que la felicidad, como la proyección de algún ideal, es una trampa. La felicidad no está en la posibilidad, no es potencia, no se aloja en el futuro, no podemos controlarla y alcanzarla, aunque esto sirva de consuelo para muchos… Pues la felicidad parece anidar en el pan con mantequilla, en el vuelo de la mosca… La felicidad es una burla, estaba presente en nuestras vidas, y nosotros ni la habíamos notado.

—La felicidad —le dijo él— siempre parece mentira, es como el agua, y se comprende sólo cuando se ha perdido.

Gabriela Solorio Naiza

Pan (Knut Hamsun)

Pan de Hamsun procura asir con la palabra la fuerza de la naturaleza que se desborda, que se retuerce, que se enrolla con cada movimiento imperceptible del gusano arrastrándose bajo la tierra, el rizo que surge entre el follaje pútrido que los árboles desparraman durante la primavera. Procura asir aquello profundo que se muestra cuando el mar en tormenta se abre ante los ojos, lo inconmensurable donde todo hierve y se agita, aquello que Kant denominaba “lo sublime”… Viene a mí la imagen del Caminante sobre un mar de nubes, un hombre de espaldas observando extasiado, desde la cima de una montaña, fundirse la línea del horizonte con la inmensidad del cielo inflamado. Lo que no se puede abarcar con la mirada, eso es lo grandioso e inaprehensible.

El teniente Glahn, protagonista de Pan, se desplaza entre la naturaleza preso de esta pureza extraña y precipitada que lo hace partícipe de una vida “edénica”. Vive en completa armonía con la naturaleza en una cabaña al interior del bosque de Nordland, no como “uno más” que forma “parte de”, sino como el gran espectador —maravillado— que fue el primer hombre de la creación; y, como si fuera Adán, se pasea por el bosque nombrando uno a uno los pájaros que observa, cada flor, cada hierba. Se acompaña de las piedras… Se acompaña de Esopo, su perro. Solo él es dueño de la palabra, es conocedor del lenguaje de las hojas al caer, y del lenguaje del rayo que retumba en la montaña. Vive en absoluta soledad y silencio, acompasado por el murmullo denso de los árboles, del mar y de la oscuridad, por los gorjeos de los pájaros y los ladridos de Esopo.

El teniente Glahn escribe sus recuerdos sobre la temporada que pasó en el bosque de Nordland.

En este bosque mágico donde nunca se pone el sol, Glahn parece fundirse con la naturaleza embriagado de felicidad… Él es un fauno seducido por la hermosa Íselin, aliento del bosque, símbolo de la voluptuosidad femenina.

Glahn cree que “es dentro de nosotros donde se encuentran las fuentes de la alegría y la tristeza”. La grieta se evidencia cuando una mujer se cruza en su camino, Edvarda. Glahn le regala dos plumas verdes. Y Edvarda no es pura belleza, tiene algunos gestos… Un incipiente rictus que devela la fealdad de lo que perece.  Glahn no puede participar del mundo humano. Entre los “otros” es rebasado por una fuerza intangible; Glahn no puede contenerse, no puede socializar, la gente se sorprende, se incomoda. Algo sobrepasa el límite, se eriza, se encabrita. La historia de amor espasmódica con Edvarda se desvanece. El camino erróneo es amar en una persona lo universal, convertirla en una especie de “recipiente”. En el amor no existe la posibilidad, solo una realidad con la que debemos acomodarnos sin temor y esperanza. Lo peor llega, el desaire, la humillación… Y lo sublime da paso a lo monstruoso.

Caminar por el bosque es también perderse uno mismo, no hay una guía que te permita responder por los límites que se desdibujan entre el bien y el mal. Estar perdido en uno es también permanecer ajeno a los asuntos humanos, quedarte sólo a merced de tus impulsos. El filósofo no es necesariamente quien realiza actos nobles, por estar imbuido en el mundo de la contemplación, lejos del mundo de los hombres. El teniente Glahn vive sin reservas, tiene hambre, entonces caza; tiene sed, entonces bebe; no hace más de lo que el cuerpo le manifiesta; solo satisface impulsos necesarios… Tenderse bajo el sol para ser acariciado por las hojas, tomar entre sus brazos a una mujer llamada Eva… Y por eso mismo, la humillación desata la ira que se proyecta sin ningún límite. Glahn toma de la tierra lo que le corresponde, y en la misma medida que toma la vida, también maneja la muerte, sin reparos, sin reservas.

Gabriela Solorio Naiza

Mosko-Strom (Rosa Arciniega)

Mosko-Strom (1933) es una de las primeras obras de la prolífica escritora peruana Rosa Arciniega (1909-1999), recientemente re-editada en Perú por Pesopluma. Es una novela que plantea una distopía, situada en una época —fácilmente comparable con nuestro tiempo— en que los hombre se han rendido al poder de la máquina, en que grandes fábricas albergan a miles de obreros que, deshumanizados, cumplen su labor milimétricamente, padeciendo los embates de una vida que se ha vuelto servil a la producción en masa. Tenemos aquí, en toda su expresión, a la masa alienada, el hormiguero perfectamente obediente, instrumento para la realización del supuesto y poderoso paradigma del progreso. Max Walker, el personaje principal, observa, en un primer momento, emocionado, “voluptuosamente satisfecho”, cómo las máquinas ejecutan movimientos perfectamente calculados, en confluencia con la hilera de hombres inmóviles, clavados, con los ojos fijos y el pensamiento en el vaivén de las máquinas, dando forma a aquellos “esqueletos con líneas airosas de las carrocerías”, inyectándoles de vida, “gestando” automóviles de diferentes tipos y tamaños, de perfecto acabado, y dispuestos para la exportación.

La novela es una ostentación literaria debido a la elaborada prosa de la que hace gala Arciniega, una verdadera arquitecta de figuras e imágenes metafóricas; este sello tan especial de la novela lo podemos apreciar en la siguiente descripción de la “Gran Avenida”, la que aparece como si fuera una auténtica cortesana de “Cosmópolis”:

Era el suyo quizá un lujo demasiado ostentoso, demasiado chillón y llamativo, como el de toda buena prendera llegada a rica antes de tener tiempo de pulirse en la escuela de la elegancia; pero no por eso menos valorizado en la autenticidad de sus joyas. Brillantes, rubíes, esmeraldas… Luz… Luz…. Todas las fosforescencias del iris trepando por su pecho, enroscándosele al cuello, desparramándose en cascadas por su pelo, frente y orejas. (p. 164)

“Cosmópolis” —el nombre de la ciudad— es un mundo de hombres, ellos manejan las ideas y las discusiones, ellos llevan en sus manos el timón que dirige el mundo… Lo femenino está reducido al ambiente, al telón de fondo, a la “Gran Avenida”, a la fórmula matemática que espera extendida sobre la mesa de Max Walker, indomable, rebelde, “como una amante que solo a fuerza de repetidas caricias y ruegos va descubriendo poco a poco sus virgíneas reconditeces”. La mujer es representada en la oquedad, superficie dura y misteriosa, empleada de hogar o secretaria, la eterna insatisfecha sin rumbo, de vida errática e inmoral. Así, el mundo de las ideas en Mosko-Strom y los dilema sobre la naturaleza humana le pertenece a los hombres, ellos arrastraron a “Cosmópolis” hasta los violentos remolinos que, como el “Mosko-Strom” del mar de Noruega, poseen una fuerza extraordinaria que a manera de un vórtice furioso y aspirante, amenaza con tragarse, ya no barcos, sino a la humanidad entera.

Para ser sincera, mi lectura de Mosko-Strom estuvo cubierta de dudas, no por la riqueza literaria de la obra que, como ya he mencionado, resalta a viva luz, sino por la huida constante que me provocaba como lectora, por lo difícil que se me hizo seguir a los personajes —a los que francamente encontraba detestables y rígidos. Por un momento pensé que era el spleen pandémico que, nuevamente, no me dejaba avanzar más que a trompicones, y que en este momento no era merecedora de esa prosa tan altiva. No obstante, luego de reflexionar largamente, creo encontrar un problema —no una falla— que desafía a mi gusto literario. Y es que aquí hay una novela de ideas. La autora plantea una tesis a partir de la discusión de, básicamente, tres ideas encarnadas en cada personaje: el mecanicismo de Max Walker, el escepticismo de Jackie Okfurt y el idealismo humanista del profesor Stanley. Son tres personajes que se estructuran de acuerdo a la idea que representan, que encarnan, que explican una y otra vez para justificar la vida que han asumido de acuerdo con ella. La extensa explicación de los hechos me parece, hasta cierto punto, reiterativa y agotadora. A mi modo de ver, el valor de la obra radica, más allá del virtuosismo literario de la autora, en su agudeza para dar cuenta de que el ser humano es demasiado débil para ser libre. O como sugería Iván Karamázov, en su poema El Gran Inquisidor: el hombre, débil y vil como ha sido creado, no pueden soportar la carga de la libertad. El hombre está siempre dispuesto a sujetarse al milagro, al misterio o a la autoridad, tres fuerzas que pueden vencer y cautivar su conciencia. Y esta disposición a la sujeción ha hecho posible que el ser humano pase de someterse tan fácilmente de la Iglesia a la Idea, sea cual fuere ésta. En Cosmópolis, la masa creciente está enteramente desarraigada, ya no tiene lugar la religión, pero está sujeta a la idea del progreso, del crecimiento desmesurado, del dinero y el placer. Los obreros acuden puntualmente a la fábrica como seres serviles, sin otro pensamiento que el de no perder el ritmo que le impone el movimiento preciso de la máquina. Ninguno se salva, ni siquiera Jackie Okfurt que constantemente denuncia y se opone la situación de caos en que la humanidad ha caído, pues termina aceptando: “Nos hace falta un Dios. Nos hace falta poner una meta más allá de una tumba”.

Gabriela Solorio Naiza

La leyenda de una casa solariega (Selma Lagerlöf)

Obras imprescindibles de Selma Lagerlof > Poemas del Alma

Anhelando que llegue el momento de las travesías, de decirle adiós al que yo consideraba el asfixiante abrazo familiar… Anhelando cada comienzo (con la inocencia que aparta el miedo) no pude reparar en “ligerezas” que ahora manifiestan su peso hondo, eso apelmazado que queda atrás, lo ya perdido, y que ahora me lleva a escudriñar en cada objeto y buscar aquella caricia plena de recuerdos (la que convierte a una vieja taza amarillenta y ajada, en la única muestra palpable de la existencia que la tuvo en sus manos cada mañana)… Como si los objetos pudiesen mantener dentro suyo algo de la esencia de la persona que los usó cada día, que los llevó consigo hasta impregnarlos de esa huella impalpable que nos llena de nostalgia. El objeto es la presencia que lleva el impulso que nos lanza hacia el recuerdo, pero es también la única manifestación, la única afirmación de lo que ya no existe. La leyenda de una casa solariega se desliza en ese camino. Hay una casa que se arraiga tan fuerte en el pecho de Gunnar Hede, que le resulta insoportable la sola posibilidad de perderla. Una casa impresionante, en medio de un campo yerto, con aires fantasmales, impresa de sueños y terrores: “Una vieja heredad, en la que nada parecía florecer, era, no obstante, un terreno fértil para los sueños”. 

En una línea paralela -la de la realidad- Selma Lagerlöf, cuando ve subastada la casa de su infancia (Mårbacka) a la muerte de su padre, se promete a sí misma volver algún día a Värmaland y recomprarla. Sabemos que lo logró en 1907, dedicándose a la docencia y a la escritura, una empresa casi imposible -la de hacer dinero y ahorrar- para una mujer soltera de fines del siglo XIX, cuando aún ni siquiera teníamos derecho al voto. Pero cuando escribió La leyenda de una casa solariega (1899), Selma aún estaba acompañada por la desdicha que había supuesto el haber perdido aquel lugar extraordinario, donde su familia se sentaba junto a la estufa para leer en voz alta a Runeberg y a Tegnér, donde aprendió a leer junto a sus hermanas, donde escucho maravillosas historias y leyendas de la voz de su abuela paterna, Lisa Maja Lagerlöf. 

Gunnar Hede, el estudiante protagonista de La leyenda de una casa solariega, y alter ego de Selma Lagerlöf, deja lo que más le apasiona -tocar el violín- para dedicarse a recorrer pueblo tras pueblo, como comerciante, y juntar el dinero necesario para salvar la casa familiar. No obstante el empeño que puso a su empresa, como suele suceder en la vida -cuando lo planificado parece verse encaminado- el sinsentido se impone, y a veces lo hace, de la forma más terrible que podamos imaginar. Eso terrible se resume en una escena: la de cientos de cabras agonizando bajo una suave capa de nieve que las va cubriendo. Eso, que es incomprensible, tan grande y amorfo que se sedimenta en la vida como barro, es el ser testigo del padecer de un ser inocente. No hay sacrificio aquí, es la muerte y el dolor sin sentido lo que se impone. El sin sentido se apodera del estudiante, se apodera la bruma, la locura… En la otra orilla, una jovencita huérfana, se propone salvarlo. Los recuerdos forman constelaciones que se crean con cada vivencia, con cada vínculo con los seres humanos… Las personas de tu vida se disponen como luminarias que evitan que te difumines, que te pierdas de ti mismo, que la bruma oscura caiga sobre ti. La leyenda de una casa solariega parece figurarse como un cuento de hadas por su estructura clásica y por la voz narrativa, tan familiar. Sin embargo, va más allá e indaga en las profundidades del ser humano, en aquello siniestro que nos amenaza constantemente, en los vínculos familiares, en el azar, en el arte, y todo ello, en medio de imágenes sobrenaturales y descripciones notables de paisajes suecos que la genial Selma Lagerlöf cimenta con esta narración.


Gabriela Solorio Naiza

Colorado (Carl Adamshick)

Iva Jauss
Colorado

Mi sueño mora cerca de mis pulmones.
A veces lo siento como un lapicero
derramando tinta en el negro bolso
de mi respiración. Mi cuerpo
vive aquí en Colorado,
en un apartamento con algunas plantas.
Soy lo que los expertos denominan
historia, una pequeña totalidad
abriéndose camino hacia el futuro.
Al anochecer, heredo la muerte
como idea, como tema del que seré examinado.
A media tarde, emprendo largas caminatas.
Vivo aislado como el estado vive
aislado dentro de fronteras con las que nada
tiene que ver. También yo tengo un río.
Si quieres, te contaré todo sobre la luz.  
Colorado

My dream lives close to my lungs.
Sometimes I feel it as a pen
spilling ink in the dark purse
of my breathing. My body
lives here in Colorado,
in an apartment with a few plants.
I am what the experts refer to
as history, a small totality
making its way to the future.
In the evening, I inherit death
as an idea, as a subject I’ll be tested on.
Mid-afternoons, I take long walks.
I live by myself as the state lives
by itself in borders it had nothing
to do with. I, too, have a river.
If you ask, I’ll tell you all about the light.

Traducción: Roberto Zeballos Rebaza

Poema tomado de la página https://poets.org/poem/colorado